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Todos somos parte

por Pablo Doberti    En las escuelas, los padres somos un problema. En las casas, las escuelas somos un problema. En definitiva, sea como sea y desde dónde sea, somos un problema. Hagamos que esos problemas sean buenos problemas o mejor, problemas de los buenos. No proponemos que los problemas se solucionen mediante la comprensión recíproca,  […]

Autor: UNOi

Fecha: 24 de febrero de 2013

PAblo Doberti 04 cegpor Pablo Doberti   

En las escuelas, los padres somos un problema.
En las casas, las escuelas somos un problema.
En definitiva, sea como sea y desde dónde sea, somos un problema.
Hagamos que esos problemas sean buenos problemas o mejor, problemas de los buenos.

No proponemos que los problemas se solucionen mediante la comprensión recíproca,  que muchas veces gana la forma de la justificación.
No proponemos que se solucionen los problemas, sino que nos sean útiles los problemas.
Pongamos a trabajar a nuestros problemas o al problema que somos.
Aceptémonos y positivémonos.
¿Por qué somos un problema?

Porque el sistema educativo en general es un problema hoy en Latinoamérica (y no solo en Latinoamérica).
Pero el sistema educativo del que hablamos no es apenas las escuelas, los ministerios,  las secretarías y los maestros. El sistema educativo que es un problema y está en problemas somos todos, en contexto educativo.
Es decir, somos nosotros en función de padres, maestros, dueños de escuela o lo que nos toque.
Es el ámbito educativo y la cosa educativa lo que nos vuelve a todos los que en otros ámbitos solemos no ser un problema, un problema y problemáticos. En extremo.
El ámbito educativo que debería… hoy día nos saca lo peor de nosotros.

¿No lo notan?
¿No notan que hay algo en el aire de lo educativo que no se resuelve y va a menos?
¿No notan que lo educativo, que se deshace por tener buena onda, no tiene buena onda?

Es que el sistema está sufriendo; es que está sufriendo el modelo.
No puede sostener su sonrisa (aunque quiera), porque le duele y ya la dosis histórica de su morfina no alcanza.
Se nos nota que algo nos duele. Ya toca el hueso.

Ese es el problema.
El problema no somos los unos o los otros (institución, padres, maestros, niños, Facebook, déficit atencional o lo que sigue), ni mucho menos los unos para los otros.
El problema es el modelo. El problema es la educación misma.
Y cuando duele la educación, cómo no va a doler la escuela, los maestros, los padres y, evidentemente, los niños, nuestros hijos.
¿No lo notan?
¿No notan que aunque hagamos esfuerzos, y muchos y encomiables, el problema persiste y el dolor no cede?
¿No notan que estamos agotando los calmantes y sufriendo ya algunos de sus efectos secundarios?

El dolor debe modificarse en angustia, es decir, debe evolucionar.
Sí, ¡evolucionar!
A diferencia del dolor, que es puro padecimiento pasivo, la angustia es inquietud y empuja a la acción. Es un paso.
La angustia nos cuestiona; el dolor solo nos dobla.
La angustia nos incita, nos inquiere, nos coacciona a la acción o al menos a la reacción.

Nuestra educación doblada, sufriente y sedada necesita movilizarse.
Si no, algún virus hospitalario la puede golpear y acabará llevándosela por patas.
Hay que salvar al sistema educativo de su enfermedad crónica o de su muerte lenta.
¿No lo notan?

Yo sé que nunca creemos que es MI escuela, ni MI hijo ni Mi maestra ni YO mismo.
Siempre es AQUELLA escuela, ESOS niños, LAS maestras y nada que ver conmigo.
Ok, pero el sistema educativo está terminal. Nos toque o no en lo personal, está terminal. Acabará acabándose.

Cuando el enfermo crónico o terminal se enfrenta a su muerte en lugar de aferrarse a su último halo de vida, algo cambia. Él crece.
Shock de realismo. Impacto, llanto, desesperación… angustia.
No es la vida que voy abandonando lo que miro, sino la muerte que me llega.
Y eso me modifica y el suave, pero crónico y letal dolor diario, se vuelve un pico insoportable, un lacerante y agudo quiebre. Angustia.
Y el enfermo gira. Y hace de la vida que le queda una vida en función de su muerte. A veces, hasta vira en fiesta.

La escuela, los padres y todos los demás que hacemos lo educativo nos obstinamos ciegamente en aferrarnos a la cama hospitalaria donde esperamos una muerte casi segura.
Y vivimos buscando paliativos: sedantes, almohadas, visitas, TV…

Qué pasa si en lugar de eso nos anticipamos a la muerte que viene y nos preguntamos si sí o si no,
… Si la queremos o no la queremos.
… Si es segura o podemos salvarnos.
Y si podemos, qué debemos hacer para intentarlo.
… Si de repente estamos equivocados y lo que llamábamos esperanza no era la condena.
… Y lo que suponíamos el riesgo, no es la esperanza…

Una angustia nueva, buena, limpia que nos levante y nos haga invertir de una vez los últimos restos de vitalidad en un proyecto que nos saque de moribundos.
Una jugada genial.
Un movimiento de ajedrez.
Un quiebre de cintura.
Un meneo único.

Y ahí los problemas se vuelven expectativas; los dolores, acciones.
La pereza, inteligencia y urgencia.
Y la conservación, riesgo y la transformación, oportunidad.

Pero claro, para que todo esto pueda tal vez ocurrir debemos empezar por el principio.
Por el principio de aceptar que estamos enfermos.
Por el principio de aceptar que podemos salvarnos, pero que también podemos morirnos.
Por el principio de que ya no hay tiempo.
Por el principio de actuar y proponer.
En fin, por el principio tan básico como fundacional de recuperar el liderazgo de nuestro destino individual y colectivo.

Y ya basta de ser solo problema y problemas.
La educación, si quiere tener el protagonismo social que se le anota cada día más, debe estar a la altura histórica de sus circunstancias.
Y saber que no sabe, y reconocer que ha perdido el tren.

Así, pero solo así, algo nuevo será posible.