Autor: UNOi

Fecha: 22 de marzo de 2012

La fiesta del conocimiento: cautivadora charla de Leonardo Padrón

Como cualquier reseña que hayamos escrito sobre la extraordinaria charla que nos brindó Leonardo Patrón en Punta Cana, se queda necesariamente corta para describir la […]

Como cualquier reseña que hayamos escrito sobre la extraordinaria charla que nos brindó Leonardo Patrón en Punta Cana, se queda necesariamente corta para describir la profundidad y calidad con que abordó una gran variedad de aspectos en su exposición, reproducimos aquí, gracias a la gentileza de Leonardo, el texto completo de la misma.

La fiesta del conocimiento

            Debo iniciar estas palabras con dos aclaratorias y una advertencia. La primera quizás sea una decepción para ustedes. No soy precisamente un especialista en el tema familia-escuela. Mi trabajo de campo se remite a diez años explorando el laberíntico oficio de la paternidad. Tengo dos hijos, morochos, varón y hembra para más señas, que cursan actualmente el 4to grado de educación básica o primaria. Eso es todo. Quizás esto haga que mi testimonio tenga mucho de empírico, sí, pero también bastante de genuino.

La segunda aclaratoria es que vengo con más preguntas que respuestas. Siempre hemos supuesto que la infancia es el territorio de las preguntas. Crecer, entonces, debería ser una lluvia, lenta, sistemática y abundante, de respuestas. Pero lo más inquietante es que seguimos haciéndonos preguntas. Todos, ustedes también. Este mismo evento es, en el fondo, un inventario de preguntas, una búsqueda de respuestas.

A veces no dejo de preguntarme en ciertas tardes, sentado ante el milagro del mundo, ¿yo aprendí lo que necesitaba aprender? Con mi equipaje de información colegio y universidad? ¿he logrado entender la gloria y complejidad de la vida? Esos días en que aprendí números y ecuaciones, fechas y conjugaciones, ¿me colocaron realmente en el camino para entender el concierto y desconcierto de religiones, sistemas políticos, creencias, oscuridades, maravillas y miserias que es eso que llamamos civilización? ¿La escuela logró poner en mi mochila de vida herramientas como tolerancia, humildad, sed de conocimiento y sensibilidad? ¿Conozco las relaciones de los elementos: el por qué del desierto, del azul o de los grillos? ¿Soy capaz de alimentarme con mis propias manos? ¿Podría yo originar el misterio de una manzana perfecta? Sí, lo sé, en la mayoría de los temas esenciales siempre seremos alumnos. Y esa quizás sea una bendición.

Me gusta pensar que toda primavera es un compromiso, y todo conocimiento una fiesta. La fiesta del conocimiento. Así me place definirla. Y aquí comenzamos a entrar en terrenos espinosos. Una de las grandes angustias de los países en desarrollo es el nivel de la educación. Parece ser siempre una palabra en emergencia. Una prioridad que se tambalea. Una cifra frágil. Un tema por resolver. Ya sabemos que en nuestros países los precarios niveles educativos desembocan en una epidemia de pobreza, violencia, exclusión y marginalidad. Allí en las grandes barriadas latinoamericanas, en el hombre precario o desasistido, en el animal urbano de a pie, en las provincias remotas, en el desdentado, en el humildísimo ser de nuestras geografías, está representada la crisis profunda de nuestros sistemas educativos. Y no terminamos de ponerle el cascabel al gato.

El tema tiene muchas aristas, pero yo quisiera detenerme brevemente en una interrogante que me hago desde mi oficio de padre. ¿Cuán calificados, cuán apasionados, cuán rigurosos son los maestros de nuestros hijos? Entiendo que la precariedad de sus salarios también vulnera la pasión que entregan a cambio. Siempre he pensado que el día que un maestro gane más que un taxista o un vendedor de crack el mundo será más coherente. Pero el caso es que más de una vez, hojeando las tareas de mis hijos, corregidas ya por sus maestros, me he topado con errores ortográficos que sobrevivieron impunemente, con tareas calificadas como sobresalientes sin realmente serlo, o con anécdotas donde me hablan de un maestro hipnotizado por el Twitter en pleno salón de clases. Y  entonces me asalta la pregunta: ¿Cuál es la calidad y entrega de los maestros de mis hijos? ¿Basta con inscribirlos en unos de esos prestigiosos y costosísimos colegios donde hay que hacer listas de espera con 3 años de antelación? No lo creo. El prestigio no es una vacuna contra la negligencia, la cual prospera más de lo razonable en el silencio de las aulas.

Hay otro punto de inflexión en este tema. Rafael Cadenas, el mayor poeta vivo de Venezuela y profesor de la Escuela de Letras durante décadas en la Universidad Central de Venezuela, ha escrito profusamente sobre cómo la “academia” puede aniquilar el placer por el conocimiento. De la forma muchas veces mecánica y desangelada en que se transmiten contenidos, de cómo toneladas de profesores recurren a clichés sacados de manuales,  a métodos  que en nada contribuyen a la apreciación de la información, o a dictar descaradamente el contenido del día para que los estudiantes copien, con puntos y comas.  Hace énfasis, por ejemplo, en que a buena parte de la gente no le gusta leer esencialmente porque sus profesores no supieron transmitirles el goce de la lectura. Porque, en el fondo, ellos mismos no son unos apasionados de la literatura. Yo recuerdo, en mis tiempos de estudiante, cómo lo importante en el programa de Castellano y Literatura era que yo aprendiera a distinguir Tercetos de Sonetos, a separar correctamente las sílabas de un endecasílabo y no a vislumbrar el relámpago de la belleza en un texto de García Lorca o César Vallejo.   

Alguna vez Ángel Rosenblat, ese gran filólogo que investigó arduamente el Español de América, dijo algo tan demoledor como perturbador: “¿No es inquietante y extraño que siendo la lengua el más portentosos de los dones humanos, su enseñanza en escuelas y colegios se haya convertido en la más ingrata y fastidiosa de las asignaturas?” Creo que todos estamos de acuerdo en que a nuestros hijos, a la gran mayoría de ellos, les aburren solemnemente las clases de Castellano. Aquí entendemos que el problema radica, como agrega el poeta Cadenas, en: “la enseñanza de los que van a enseñar, el educar al educador”.

El otro extremo de esta línea, recta pero turbulenta, somos los padres. El axioma indica que la educación de los hijos comienza en el hogar, continúa en la escuela y se cimienta una vez más en el hogar. El gran punto de tensión, quizás el más complejo de resolver, que se le presenta a los padres con respecto a su rol en el proceso educativo de sus hijos es el tiempo. Ya todos sabemos que en el siglo XXI las horas no duran 60 minutos, sino 45 minutos, o quizás menos. Todos somos víctimas del vértigo del planeta, prisioneros del estrés, del tráfico y potenciales workaholics. Y, algo crucial, ya no es solo el padre el que juega al rol del cazador prehistórico que sale a la intemperie a buscar alimento para el hogar. La madre se ha convertido también en cazadora. Visto así el panorama, con la calle llena de gente intoxicada de trabajo, ¿en qué momento conseguimos el tiempo y el sosiego para cumplir con nuestra cardinal tarea de criar a nuestros hijos? ¿Hasta qué punto estamos ausentes en  los instantes medulares de su crecimiento?

Es innegable: La culpa nos corroe. Como paliativo, le agregamos a nuestros hijos actividades extracurriculares: natación a las 4 de la tarde, flamenco a las 5 y 15, inglés a las 6 y 30, futbol martes y jueves, kárate los sábados. Todo esto para pensar que estamos cumpliendo nuestro papel y que ellos están preparándose eficientemente para esa gran batalla que es la adultez.

Hay una permanente tensión entre lo que los estudiantes reciben en la escuela o en otras instituciones como, por ejemplo,  la iglesia y lo que los padres opinan respecto a esa información.  Recuerdo haber estado en misa con mis hijos y oír al sacerdote expresar frases como “Internet es el enemigo de Dios”. Confieso que estuve a punto de levantar la mano y disentir enfáticamente. La gran contradicción ocurrió cuando mis hijos en la tarde intentaban realizar una tarea y se valieron de la red para recabar cierta información. Internet los ayudó a completar su tarea. Ergo, ¿Dios es enemigo del acceso libre a la información, de las consultas tecnológicas? Me niego a creerlo. Y, ojo, todos sabemos que Internet es un arma de doble filo en el proceso educativo. Pero, caramba, tanto como ser el enemigo de Dios!

Permítanme agregar otra variante al tema, una variante que se está suscitando en ciertos países del continente. Por ejemplo, Venezuela. Hablo de los retos que se plantea un padre en un país donde el Estado interviene los programas educativos incorporando mensajes proselitistas de alta carga ideológica. La reescritura de la historia de forma tendenciosa. ¿Qué rol le toca jugar al padre cuando a su casa llegan sus hijos con una nueva versión de la historia, totalmente distinta a la que él recibió? Una versión que simplifica y reduce la comprensión del mundo a un esquema de héroes y villanos, y donde ya Cristóbal Colón no descubrió América sino que básicamente vino a instaurar una primera versión del capitalismo salvaje. ¿Cómo maneja esa situación el maestro? Como vemos, cada día la educación tiene más retos que resolver.

            A esta relación de padres y escuela quiero añadirle una tercera pata a la mesa: el rol de los medios de comunicación. Y lo quiero hacer porque sería descabellado ignorarlo. Este es un siglo eminentemente audiovisual. Y todos estamos claros en que esa aula abierta que es la calle es inmensamente más seductora y poderosa que un salón de clases o un padre riguroso. La calle es la televisión, la moda, los amigos, los referentes culturales, el collage tecnológico (léase PlayStation, Wii, DDs, Ipad). La calle es el pizarrón de clases más grande del mundo.

  Yo trabajo desde hace 25 años en un medio que es considerado el villano del cuento, a la hora de hablar de la salud mental de la familia: la televisión. El huésped alienante, como lo llamó alguien. El promotor de la violencia, el inculcador de antivalores, el epicentro de la superficialidad endémica que nos invade, como dicen muchos. Insisto, trabajo con el villano de la película.

Como lo dijo alguna vez José Ignacio Cabrujas, el memorable dramaturgo venezolano, la televisión es el gran burdel. En una ocasión le oí decir que la primera vez que entró a escribir para la televisión sintió que entraba a un burdel. Esa oscura sensación de que uno se está vendiendo al mejor postor, prostituyéndose con equipaje de palabras incluido, convirtiéndose en mercenario, haciéndose público y contaminante, posiblemente vulgar y chabacano. Entre otras cosas, porque uno no será  escuchado por algún sillón académico, sino por una lavandera que vive en un humilde barrio o favela de cualquiera de nuestras ciudades. Porque uno se convierte en masa, en producto, en objeto de consumo. Y, déjenme decirles, yo también lo siento burdel, pero honrosamente burdel, porque no puedo sino reconocer que nunca como en estos largos años me he sentido jugando un rol tan tangible con la sociedad en que vivo. Rol que me preocupa, que no he solventado, pero que me apasiona y que me supone una permanente interrogación con mi oficio de escritor.

La televisión es el medio de comunicación más devastador que existe. Por su poder de penetración y por lo terrible o maravilloso que puede originar. Confieso que me sigue asombrando que con sólo apretar el botón del control remoto comiencen a saltar imágenes (un linchamiento, un dibujo animado, una historia de amor, un golpe de estado, las virtudes de una mayonesa, una canción de Lady Gaga, una sinfonía de Vivaldi, un político besando a niños y ancianas).  La televisión, sin adornos ni medias tintas, es masa, cantidades de masa, es decir, sociedad. Por eso las cifras, en este medio, siempre son en millones.

 Debemos tomar en cuenta que la televisión es el libro preferido del analfabeta. Pensemos en la enormidad de latinoamericanos que no saben leer y sucumben casi felices, narcotizados, ante los efluvios cautivantes de la televisión. Yo, para más infamia, me he dedicado al rubro más vilipendiado de todos: las telenovelas. En Venezuela, en los años 70 y 80, la telenovela era el mayor producto de exportación no tradicional. Una frase nada desdeñable en su significancia.

La telenovela, en Latinoamérica, es la gran vedette de la televisión. La estrella del burdel. La que atrae más clientes, la que gana más millones, la que se propaga como venérea por Caracas, Santo Domingo, Bosnia, Ciudad de México, Japón o España. Por supuesto, ante tanta gloria popular, es la más atacada por la inteligentzia, la más estigmatizada, la que suelen arrojar con más frecuencia a las fauces del descrédito mayor.

Ciertamente, muchas de las historias de amor televisivas suelen incurrir en simplismos, chaturas argumentales, pobreza discursiva y, según muchos de sus detractores, en influjos altamente perniciosos. Pero también sé que sin adulterar la naturaleza básica del melodrama se puede ofrecer un producto con resonancias estéticas. Hay varias misiones: Incrementar el nivel del lenguaje. Establecer una mayor complejidad y riqueza espiritual en las relaciones humanas que se dibujan. Reducir lo esquemático y maniqueo. Desplazar conceptos estereotipados y enarbolar nuevas visiones. Tanto que se puede hacer durante 200 horas!!

Oyeron bien, 200 horas. Aproximadamente 12 mil páginas! 60 mil escenas! En 8 meses! Una desmesura! Una locura narrativa! Diagramar el día a día de esa historia, diseñar el perfil de 40 personajes,  planear 199 pequeños finales y un gran final operático, repartir miserias y virtudes en función de la acción dramática, pulsarla cotidianamente ante un auditorio inicial de 4 ó 5 millones de personas es casi una proeza física. Un trabajo que marca modas de vestir, costumbres de léxico, criterios de conducta. Y si entendemos que tenemos que jugar un rol ante la sociedad, aquí hay un lugar, un espacio para hacerlo. Sabotear la mediocridad es, evidentemente, una de las misiones capitales del escritor contemporáneo.

Escribir televisión es quizás el único rol en el que un escritor no puede apelar a esa hipócrita idea de “sólo escribo para mí mismo”. No tienes más remedio que escribir para un público. ¿Y cómo es ese público? ¿Cuál es su nivel socio-cultural? ¿De qué color son sus ojos? ¿Cuál su criterio estético? La respuesta es apabullante. Porque ese público tiene los ojos de un nativo de Culiacán, el criterio de un dominicano o un ruso, el sentido del humor de un bogotano o un italiano, los índices académicos de un panameño y las ganas de ver televisión de un caraqueño o un limeño. Ese público es el mundo, entero, europeo, asiático, latino, el mundo anchísimo y siempre ajeno. Nuestras novelas deambulan por los televisores de países insospechados.

Hace algunos años se solía decir que la telenovela era un género esencialmente femenino. Las mujeres, mientras planchaban la ropa de sus hijos, se entregaban a los avatares de un amor imposible, más operático, más grandilocuente, más épico que el suyo. Y se decía que con sólo pensar en qué cosas le emocionarían a la señora Silvina, residente del muy pobre barrio La Bombilla de Petare, el mandado estaba hecho. La idea era que a la señora Silvina se le quemaran sus plátanos o tajadas, atrapada en algún nudo novelesco. Que se le hicieran agua los ojos, que se le dibujara un salto en el pecho, que se sintiera reivindicada en su modesto aburrimiento, mientras algún Luis Fernando se le declaraba a alguna Rosa Inés del momento. Pero resulta que, realmente, la señora Silvina, como su marido, o su cuñada, o sus tres hijos, uno de ellos estudiante de administración, el otro un insigne disidente de la educación secundaria, y la menor con problemas de aprendizaje en el colegio, resulta que todos, absolutamente todos, pueden estar viendo tu bendita escena.

Antes, yo pensaba que escribir para el horario estelar suponía un público determinado: mujeres mayores de 18 años. Pero nunca olvido el día en que escribiendo una telenovela llamada Amores de Fin de Siglo una señora me llamó para reclamarme que uno de mis personajes hubiera cometido la “lindeza pornográfica” de pronunciar la palabra orgasmo, y que “¿ahora cómo carrizo le explico yo a mi hija de seis años qué significa eso?”. Yo, en un principio, quise contestarle, más bien: qué carrizo hacía su hija de 6 años viendo una telenovela a las 9 de la noche. O que podría decirle a su hija que un orgasmo era una felicidad a futuro. Pero hubiera sido un simplismo intolerable de mi parte. Entendí, pues, que mi público era realmente amplio, no de criterio, sino de edad. Es decir, yo tenía meses escribiendo un tinglado de historias para una niña de seis años de edad y no me había dado cuenta. Craso error. Por eso, desde entonces, entiendo que cada persona que cruzo en la calle es un potencial espectador, sin importar clase social, antecedentes penales, equipo de béisbol favorito, sexo (sea mucho, indefinido o matutino) o cuál es el mercado donde compran el apio y la cebolla. Conclusión aterradora: se escribe para todos. La silueta que me reta y me espera detrás de la pantalla, es amorfa, gigante y sin domicilio definido. Puede gustarle Buñuel o Chespirito, leer a Garcilaso o a Condorito, puede vivir en un rancho o en un penthouse. Quizás quien nos ve es un alcohólico corredor de seguros, una militante del Opus Dei o una millonaria adúltera y políglota. Ese es el perfil de nuestro espectador. Ambiguo y múltiple como el azar.

Desde entonces, desde ese momento de modesta clarividencia personal, he entendido que mi oficio también entraña una responsabilidad social. Estamos perfectamente claros en que sería absurdo depositar en la televisión la responsabilidad de inculcar el grueso caudal de valores y conocimientos, responsabilidad inherente al sistema educativo de cada país y a todos nosotros, padres y representantes. Ciertamente, como dirían los ejecutivos de la industria, una cosa es el show bussiness y otra el salón de clases. Una pantalla de televisión no es una maestra en un pizarrón. Es irreal endosar la paternidad de la violencia de nuestras calles a los contenidos de las películas de acción. Pero sí creo que mucho se puede hacer en concurso y sintonía con los organismos adecuados. Recientemente, en un estudio realizado por la cadena O’Globo de Brasil se concluyó que una mujer promedio, a sus 45 años, ha visto más de 9 mil horas de telenovelas!!! Y que, por ejemplo, una maestría en que cualquier especialidad requiere apenas 720 horas. Cifras escalofriantes, ciertamente.

Por eso creo fervientemente que algo de luz se puede y se debe agregar al huésped alienante. En mis historias de televisión siempre ha habido una constante: la representación de la madre soltera, una especie que invade nuestra realidad desde el norte de México hasta la pampa argentina. Siempre hay la historia de un hombre que un día salió a buscar cigarros a la bodega de la esquina y más nunca volvió. Y la templanza de una madre que ha sabido levantar un hogar en los fogones de la carencia y el amor. Es más, me atrevo a cometer la temeridad de hablar en nombre de todos los guionistas latinoamericanos: no hay historia novelada que no represente con mayor o menor fidelidad esta abrumadora realidad.  

Vale la pena preguntarse cómo funciona la familia del siglo XXI. Cuáles son sus prioridades. Sus valores. Su forma de entender el mundo. Pareciera que está de moda la familia de estructura no tradicional (núcleos afectivos donde hay una madre y tres hijos de distintos padres. O una unión homosexual de dos madres y una niña. O la consabida fórmula de los tuyos, los míos y los nuestros). Y la familia disfuncional (algún padre delincuente, alguna hija descarriada en drogas, algún duelo mortal de caracteres). Son formas de familia que tienen rato ocurriendo en la realidad y que la ficción no ha tenido más remedio y deber que representar.

Me pregunto cómo encara la educación a ese nuevo perfil de la familia contemporánea.  Me lo pregunto y me inquieta.

Yo he procurado hablar en mis historias de temas como  la Violencia de Género, la Maternidad Precoz, la Exclusión, el Cáncer de Mamá, el Autismo, el HIV, el Alzheimer, el Alcoholismo o la Discriminación Racial. Estoy en un territorio fangoso donde procuro sembrar ciertas semillas. Sé que no hay nada más peligroso para un programa de entretenimiento en la televisión que proponer temas en tonos didácticos o moralizantes. Sé que la estrategia debe ser sutil e ingeniosa. Sé que si a la relación padres-escuela le sumamos esa tercera pata llamada televisión, no como un enemigo sino como un aliado, ciertas cosas podrían ocurrir. No soy cándido. Tengo demasiadas canas para serlo. Los ejecutivos de la industria de la televisión no quieren educar a nadie. Su prioridad es el rating, no la educación. Su objetivo es crematístico, no pedagógico. Pero muchos escritores sentimos el impulso de inmiscuir en nuestros seriados un tanto de ética y dignidad. Mucho se puede hacer. Ya algunas experiencias afortunadas han habido. Sería un error desdeñar las posibilidades de conciliación con esa aula abierta y tantas veces desentendida de las urgencias educativas. 

El siglo XXI nos impone un mandamiento a padres y escuelas: reinventarnos. El aula debe convertirse en un sitio impredecible, lúdico, divertido. En un territorio de experimentación. En una pista de despegue. En una fábrica de artistas y delirantes. En una vacuna contra el óxido y las telarañas pedagógicas. El maestro debe asumirse como un histrión del conocimiento. Un seductor a carta cabal. Los padres ameritamos ser más cómplices. El mundo ahora es dinámico, voraz, interactivo. ¿Sabemos  serlo nosotros, padres y maestros?

Allí está la tecnología, enamorando a nuestros hijos con el lenguaje de lo inesperado.  Allí la televisión digital, el cine en 3D, tocándoles el hombro con historias y códigos de abrumadora versatilidad. Padres y maestros debemos urdir un extraordinario complot para convertir el conocimiento en una fiesta. Para que la tiza y el pizarrón sean el principio de todas las sorpresas. Para que las tareas en casa convoquen la aventura y el hallazgo entre padres e hijos. No hay tiempo que perder. El siglo XXI es un caballo trepidante. Y nosotros no podemos ser los espectadores en la tribuna, sino los jinetes en el viento.

En fin, es solo esto. Quise traer mi costal de preguntas, una que otra idea suelta y mucho de mi entusiasmo por sentir que en Latinoamérica pueden comenzar a ocurrir cambios cruciales para el forjamiento del nuevo hombre que todos aspiramos en nuestros hijos. Ustedes han decidido reunirse para invocar vueltas de tuerca, reflexiones y acciones en el futuro inmediato con respecto al tema más crucial y subestimado de todo el planeta: la educación. Yo me sumo, desde un costado, con mi aplauso, mi rústica experiencia y mi equipaje de preguntas. Muchas gracias!