Previo a su disertación en torno al marco político y conceptual de la escuela en el congreso Visión XXUNO Panamá, la filósofa Josefina Semillán compartió con el auditorio –como antes hicieron otros ponentes–, un recuerdo importante de su paso por la escuela. Por la riqueza de esta historia y la forma en que cautivó a los oyentes, decidimos reproducirla aquí en su totalidad para los lectores.
Argentina soy yo. Es el origen de lo que soy yo hoy; la raíz y el fundamento. Como ustedes lo hacen habitualmente, yo contaré una experiencia escolar muy significativa, muy brevecita.
Fui a un colegio de excelencia académica, de religiosas francesas –Sacre Coeur–, con una altísima influencia francesa europea. Y tenían una… además, una riqueza (nobleza obliga), una gran riqueza cultural y humana. Tenían una división social al interior de la congregación que a mí me ponía sulfurada; quiero decir, totalmente enojada con el criterio. Y como estamos hablando de criterios, de cómo a uno le han hecho cambiar, yo no comprendía por qué dos clases sociales; por certificarlo: hermanas y madres. Y las hermanas, que eran en general de las provincias, no sabían leer ni escribir. Y las madres eran cultísimas, refinadas, políglotas. Entonces, yo no podía entender lo religioso –que es re-ligante, ligar–, con esta separación, y con este castigo tan terrible de no tener acceso a la lectoescritura. Las hermanas dictaban sus cartas a las familias a una madre y también recibían la lectura. A mí, eso me dio motivo de grandes discusiones y demás; no me podían bajar la nota porque era muy buena, pero me dio como choque negativo esta realidad tan cruel y, como estimulación antropológica, saber que la justicia y la solidaridad son dos ejes de la vida, y que nadie puede oprimir a alguien con la forma más sojuzgadora, con la forma más nefasta en que no dejarlo ser. Porque no saber leer y escribir y estar cerrado al mundo del pensamiento y dependencia de otro de una forma de esclavitud (enorme cantidad de conductas); pero también descubrí la posibilidad… de la vocación alfabetizadora. De hecho, mi primer trabajo profesional… fue ser maestra alfabetizadora –tenía 18 años, hace muchísimo tiempo–, en una villa miseria, es una favela, un lugar de altísima marginación. Tenía 18 años y fui alfabetizadora de obreros, campesinos. El lugar de la escuela era un barrio, una población asentada en un antiguo basural, sin terminar de rellenar; por lo tanto, la fetidez, el mal olor y el hundimiento de la tierra era constante. Ahí aprendí que una de las sensaciones más difíciles de dominar es el mal olor. Y por eso también entendí que cualquier marginado que no huele a perfume ni a baño es rechazado por tener olor a la verdad de su vida. Cuando cumplimos un primer año de este curso de alfabetización, muy precario, muy rudimentario –eran eran todos hombres de 40 para arriba, hombres adultos–, pensamos en cómo cerrar el año. Dijeron “Déjelo que nosotros vamos a organizar”. Cuando llego a la villa, había un ómnibus antiquísimo, descascarado, viejo. Y digo: ¿a dónde querrán ir?, ¿haremos una excursión? No. El regalo y la fiesta para mí era que íbamos a ir a Buenos Aires –esto era en las afueras–, a sacar documentos de identidad, no con el humillante dedo, sino con la firma. Miren el refinamiento de pensamiento que una fiesta de graduación consistiendo en esto. Llegamos a Buenos Aires a hacer una fila; y era una fila –teóricamente miraba por la blanquitud de negros, sucios, desarrapados–, e iba adelante uno de ellos. Se acerca a la mesa del burócrata de turno que tenía que completar los datos de la ficha y, el chiquilín, mirando al primero de la fila que era un hombre magnífico, le pone la almohadilla, sin decir nada, porque supuso que era analfabeto sin haberlo preguntado. Por eso preguntar salva; suponer es de la gente oscura de cabeza. Supone, por el aspecto, que es analfabeto, y sin hablarle le ofrece la almohadilla. Éste otro, en lugar de reaccionar, de enojarse, se inviste de una belleza como no volví a ver en ningún hombre. Se puso tan sucio como hermoso; tan desarrapado como digno; y con toda paz, sin violencia ni agresividad, le dijo: “Un momentito, yo sé leer y escribir”. Era un señor, no por apellido, por construcción de su vida. A los 50 años estrenó identidad. Eso es educar: estrenar identidad. Y firmó; y firmó garrapateadamente; siguieron todos los demás; y el chiquilín, el burócrata, le dijo: “Disculpe”. Cuando nos fuimos al barrio, las mujeres y los chicos habían organizado, en el barrial movedizo recién rellenado con maderas, un festín. En aquel momento, en las zonas marginadas, los pobres no llegaban a comprar pollo y papas; hoy sí, por suerte. Y habían ahorrado todo el año, la mamá con los chicos, para que cuando su papá terminara el curso hubiera pollo y papas. Es la colación de grado más importante que tuve en mi vida, y eso que estuve por muchos lados del mundo. No hay ninguna otra que tuviera esa dignidad, ese señorío, esa fiesta del saber.
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