por Dionisia Pappathedorou
“Cualquier persona puede hacer complicado lo simple. La verdadera creatividad consiste en hacer simple lo complicado.” John Coltrane
Mucho se habla actualmente sobre competencias en el ámbito pedagógico, y el término ha cobrado mayor fuerza a partir de que la Secretaría de Educación Pública decide que el enfoque educativo debe centrarse en competencias. Pero ¿qué es realmente una competencia? Al respecto, existe una gran variedad de definiciones y documentos, pero como con frecuencia sucede, en la medida que la información y las alternativas aumentan, la cosa se nos complica y el concepto no termina de aclararse. Como consecuencia, terminamos cumpliendo requisitos sin llegar a conseguir resultados.
En alguna ocasión, mi colega Araceli Pastrana comentó algo que significativamente me ayudó a clarificar el concepto de competencia. En palabras simples: somos competentes en la medida en que “sabemos, queremos y podemos hacer o resolver algo.” Cuando le escuché decir esto, literalmente “me cayó el veinte,” toda la información que había ido acumulado con respecto al término, se alojó en su sitio; las partes se fueron enlazando y complementando entre sí y el concepto cobró sentido.
Utilizo este ejemplo para describir el proceso de aprendizaje, y hasta este punto, únicamente me he referido a su fase inicial: la comprensión de la información. Cognitivamente hablando, entendemos la lógica de las palabras y llegamos a una comprensión aproximada de la idea, a saber, pero nada más. Adquirir dominio sobre el concepto y manejarlo para resolver situaciones, es algo distinto y mucho más complejo. Para ser competentes en un área específica, requerimos al menos de otros dos elementos: querer y poder, con todas las implicaciones que esto envuelve.
El modelo tradicional de escuela se enfoca –en el mejor de los casos- en lograr la comprensión de la información que recibimos. Básicamente se priorizan la transmisión de información y los procesos de memorización a partir de la repetición continua y guiada por el maestro. En ocasiones, ni siquiera se asegura de que el aprendiz llegue a una comprensión precisa. Coloca esta primera fase de presentación de los contenidos como prioridad y presupone que su simple exposición, llevará automáticamente a transferirlo a situaciones distintas a las presentadas en la escuela, o a la resolución de problemas. Nada mas lejos de la realidad.
Entre memorizar contenido y ser competente, existe un proceso complejo que necesitamos desarrollar intencionalmente. La comprensión de un tema o concepto es definitivamente valiosa y necesaria para la adquisición de una competencia, pero requerimos manejarla para hacer uso de ella, debemos poder utilizarla para resolver. Los procesos de aplicación, análisis y evaluación nos llevan a emplear distintas ópticas y profundizar en ello. Requerimos por lo menos llevar el nuevo conocimiento a niveles superiores de pensamiento, de manera que podamos validarlo en la práctica, reflexionar sobre los resultados y sobre el proceso realizado de manera consciente, para después transferirlo a nuevos ámbitos. Transitar por un proceso de construcción detallada, es indispensable para llegar a conseguir dominio sobre un área particular, es decir, para llegar a ser competente en ella.
Uno de los elementos que el modelo clásico habitualmente deja por fuera, es la disposición para aprender: querer… Aprender requiere de esfuerzo y en términos pedagógicos hablamos de crisis cognitiva. Sin crisis no hay avance, al igual que sin inversión no hay ganancia, “no pain, no gain.” Aprendizaje implica movimiento, ir un paso adelante, y para ello se requiere necesariamente de energías que lo impulsen, de la motivación o disposición para llevarlo a cabo. Este elemento de la competencia, la parte emocional, viene a ser un mecanismo que por lo general la escuela da por hecho, o trata de conseguir de manera coercitiva. Cuando este es el caso, el resultado es -casi siempre- opuesto a lo deseado.
Algunas estrategias que ayudan a reducir el filtro afectivo y propiciar el aprendizaje, consisten en relacionar lo nuevo con algo conocido. Conectarlo con experiencias previas y situaciones que resulten familiares ayuda a contextualizarlo, a ubicarlo, a encontrarle sentido y darle un valor… y únicamente cuando creemos que algo es valioso, estamos dispuestos a invertirle nuestro tiempo y esfuerzo. Medimos costo y beneficio, y solamente después de asegurarnos una ganancia decidimos invertir en ello, ¿lógico, no? Generamos entonces la motivación.
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La autora es licenciada en docencia de Inglés y máster en administración de instituciones educativas, se ha desempeñado en el ámbito educativo por más de 25 años, en áreas de docencia, desarrollo académico y curricular, y coordinación IB. Ha trabajado como consultora independiente y organizado conferencias de formación para padres con la participación de diversas instituciones educativas, y como columnista en un periódico local, tiene un especial interés por generar aprendizaje organizacional en las instituciones educativas y actualmente es Consultora académica de UNO Internacional para la región de Sinaloa.