Jennifer Kahn*. The NYT Magazine. 11/09/2013. La primavera pasada, James Wade se sentó un día cruzando las piernas sobre el tapete y llamó al orden a sus alumnos de kínder. Wade, larguilucho y de hablar pausado, tiene un carisma apacible que se adapta bien a su rol como maestro de niños pequeños: firme, más que desbordante. Cuando un niño realiza la tarea solicitada, como cerrar la puerta después del receso, el reconocerá el momento murmurando, “Gracias, sweet pea”, con un suave acento tejano.
Al formar un círculo los niños –de cinco años–, Wade les pidió que pensaran en “cualquier acontecimiento en casa, o en la escuela, que sea un problema y que quieran compartir”. Repitió la invitación dos veces, con una voz adormecida, hasta que un pequeño de cara redonda, camisa blanca y chaqueta, levantó la mano. Parpadeando para contener las lágrimas, susurró: “Mi mamá no me quiere”. El problema –dijo– era que jugaba demasiado con el iPhone de su madre. “Me grita todos los días”, agregó, con tono abatido.
Wade dejó pasar un momento y luego se dirigió a la clase y preguntó: «¿Alguno de sus padres, mamá o papá les ha gritado alguna vez?» Cuando la mitad de los niños levantaron la mano, Wade asintió en forma alentadora. «Entonces tal vez podamos ayudar.» Se volvió hacia una niña menuda de camiseta rosada y preguntó qué sentía cuando le gritaban.
“Triste”, dijo la niña, con la mirada baja.
“Y ¿qué hiciste? ¿Qué palabras usaste?”
“Dije: ‘Mami, no me gusta escuchar que me grites’”.
Wade asintió lentamente y luego miró alrededor. “¿Qué piensan? ¿Suena eso como algo bueno qué decir?” Cuando los niños asintieron vigorosamente, Wade dio una palmada. “Muy bien, vamos a practicar. Jugaremos a que yo era tu mamá”. Colocándolo rápidamente en el centro del círculo, le dio al niño, Reedhom, un osito de juguete para hacer las veces del iPhone. A continuación, comenzó a reprenderlo con fuerte voz. “¡Lalalala!” Gritó Wade, asomándose desde arriba exagerando la parodia de frustración materna. “¿Por qué haces eso, Reedhom? Reedhom, ¿por qué?” En el círculo, los otros niños se mecían complacidos. Uno o dos, impulsivamente comenzaron a arrastrarse en dirección a Reedhom, como para unirse a un juego.
Todavía un poco lloroso, Reedhom comenzó a reír. De repente, Wade levantó un dedo. “Ahora, que hemos hablado de esto, ¿Qué puede hacer Reedhom?” Recomponiéndose, Reedhom se enderezó. “Mami, no me gusta cuando me gritas”, anunció con firmeza.
“Bien –dijo Wade– y quizás mamá diga: ‘Lo siento, Reedhom. Tenía que ir de prisa a algún lado y me alteré un poco. Lo siento´”.
Reedhom aceptó solemnemente la disculpa –y su rostro se iluminó luego, cuando estrechó la mano de Wade.
El enfoque de Wade –utilizado en toda la escuela Garfield Elementary, en Oakland, California–, es parte de una estrategia conocida como aprendizaje socio-emocional, que se basa en la idea de que las habilidades emocionales son cruciales para el desempeño académico.
“Algo que ahora sabemos, a partir de docenas de estudios, es que las emociones pueden mejorar o dificultar tu capacidad de aprender”, dijo Marc Brackett –científico e investigador senior en psicología en la Universidad de Yale– en una conferencia ante una multitud de educadores el pasado junio. “Afectan nuestra atención y nuestra memoria. Si estás ansioso o agitado por algo ¿qué tan bien puedes concentrarte en lo que se está enseñando?”.
Alguna vez confinado a un rincón de la teoría de la educación, el aprendizaje socio-emocional (SEL, por sus siglas en inglés), ha ganado fuerza, en parte impulsado por la preocupación sobre la violencia escolar, el bullying y el suicidio adolescente. Pero mientras que los programas de prevención tienden a centrarse en un solo problema, el objetivo del aprendizaje socio-emocional es más ambicioso: inculcar una inteligencia psicológica profunda que ayude a los niños a regular sus emociones.
Para los niños, señala Brackett, la escuela es un caldero emocional: un flujo constante de retos académicos y sociales que pueden generar sentimientos que van desde la soledad hasta la euforia. Durante mucho tiempo, educadores y padres han asumido que la capacidad de un niño para hacer frente a esas tensiones es, o bien innata –una cuestión de temperamento– o bien adquirida “a lo largo del camino”, en el rudo vaivén de la interacción normal. Pero en la práctica, dice Brackett, muchos niños nunca llegan a desarrollar esas habilidades cruciales. “Es como decir que una niña no tiene por qué estudiar inglés, porque lo habla con sus padres en casa”, me comentó Brackett la primavera pasada. “Las habilidades emocionales son las mismos. Un maestro podría decir: ¡Cálmate! –Pero, ¿cómo exactamente te calmas cuando sientes ansiedad? ¿Dónde aprendes las habilidades necesarias para manejar esos sentimientos? “.
Un número creciente de educadores y psicólogos ahora piensan que la respuesta a esa pregunta está en la escuela. En la última década, la fundación Edutopía de George Lucas ha cabildeado a favor de la enseñanza de habilidades sociales y emocionales; el estado de Illinois aprobó una propuesta de ley para hacer parte de los currículos escolares el “aprendizaje social y emocional”. Ahora, miles de escuelas usan alguno de los muchos programas disponibles, incluido el del propio Brackett, que fue aprobado “con base en la evidencia” por la organización no lucrativa con sede en Chicago, Collaborative for Academic, Social and Emotional Learning. En la actualidad hay en ejecución, en ciudades de todo Estados Unidos, decenas de miles de programas de alfabetización emocional.
La teoría de que los niños necesitan aprender a manejar sus emociones a fin de alcanzar su potencial, surgió a partir de la investigación de un par de profesores de psicología –John Mayer en la Universidad de New Hampshire, y Peter Salovey en Yale. En los años ochenta, Mayer y Salovey se interesaron en las formas en que las emociones comunican información y por qué algunas personas parecen poder aprovechar mejor que otras esos mensajes. Al delinear el conjunto de habilidades que definen esta «inteligencia emocional», Salovey dio cuenta de que podría incluso ser más influyente de lo que originalmente imaginó, afectando todo, desde la resolución de problemas hasta la satisfacción laboral: «Fue como, ¡Esto es predictivo!».
En los años que siguieron, diversos estudios sustentaron esta visión. Las denominadas habilidades no cognitivas –atributos como el autocontrol, la persistencia y la conciencia de sí mismo– podrían de hecho resultar mejores para predecir la trayectoria de vida de una persona, que las medidas académicas normales. Un estudio de 2011 a partir de datos reunidos sobre 17 mil bebés británicos durante más de 50 años, encontró que el nivel de bienestar mental de un niño se co-relacionaba en gran medida con el éxito futuro. Estudios similares han encontrado que los niños que desarrollan estas habilidades no sólo tienen más probabilidades de tener éxito en el trabajo, sino también para tener matrimonios prolongados y sufrir menos depresión y ansiedad. Algunas evidencias muestran incluso que serán más sanos físicamente.
Esta fue una noticia sorprendente. “Todo el mundo dijo: Oh, es la forma en que los niños alcanzan logros académicos la que predecirá su empleo de adultos, la salud y todo lo demás”, recuerda Marcos Greenberg, un psicólogo de la Universidad de Penn State. “Y luego resultó que tanto para el empleo y la salud, el logro académico realmente predijo menos que estos otros factores”.
En otras palabras, en caso de que el aprendizaje socio-emocional demostrara su efectividad, podría generar una serie de beneficios que excediera por mucho un simple salto en las calificaciones de los exámenes. Esta posibilidad generó algún revuelo entre los investigadores. Maurice Elias, profesor de psicología en la Universidad de Rutgers donde dirige el Laboratorio de aprendizaje socio-emocional, ha elogiado la educación emocional como «la pieza faltante» en la educación estadounidense.
Pero, descubrir formas para medir el grado de conciencia emocional –sin importar sus efectos–, tiene sus complicaciones. Tampoco está claro todavía si los programas de aprendizaje socio-emocional generan el tipo de cambio profundo y duradero al que aspiran. La historia de la reforma educativa está plagada de fallas: prometiendo programas que tendrán éxito en los estudios, sólo para fallar desfallecer en el mundo real. El fenómeno es tan común que los investigadores incluso le han dado un nombre: el efecto Hawthrone –el hecho de simplemente concentrar la atención en algo, como una escuela, es suficiente para causar una mejora repunte en el desempeño.
El problema de evaluar el aprendizaje socioemocional se compone tanto por la variedad de oferta de programas “pro-sociales” y por las formas en que se terminan utilizando en el aula. Algunos de ellos –incluido el más popular, Second Step– son en gran medida como un guión: los maestros reciben «kits» del grado correspondiente con planes detallados de lecciones, ejercicios y videos adjuntos. Otros, como Facing History y Ourselves –en los que los niños discuten la ética personal después de leer las cartas ficticias de un coronel nazi y un miembro de la resistencia francesa–, son más de forma libre: más cerca de un seminario de filosofía de la universidad que a un a clase de civismo de educación media. “De acuerdo con algunas personas, la ‘Alimentación consciente’ es aprendizaje socio-emocional –me me dijo Brackett–, es un desastre. Todo el mundo quiere subirse al carro».
Daniel Caruso, un psicólogo que ofrece consultoría y capacitación en inteligencia emocional, denominó como “prometedor” el actual boom en los programas socio-emocionales, aunque le preocupa que el campo pudiera estar adelantándose a sí mismo. “Hay quienes desean inscribirlo ahora mismo en “, me dijo Caruso. “Pero antes de que lo institucionalicemos, es mejor asegurarnos que sí haga una diferencia en el largo plazo”.
La Leataata Floyd Elementary es una escuela ubicada en una zona de bajos ingresos en Sacramento, tiene pocos problemas con pandillas o armas pero una larga historia de disfunción. Hasta hace poco, la tasa de deserción del personal era de más de 20 por ciento al año y, las calificaciones de exámenes de los estudiantes estaban por lo regular entre las más bajas del estado. Antes de contratar al actual director Billy Aydlett, en 2010, hubo seis directores distintos en cinco años.
Poco después de su llegada, Aydlett creó un plan detallado para impulsar el desempeño académico de la escuela. Integró una nómina de profesores de gran prestigio y desarrolló un nuevo y agresivo currículum lleno de lecciones ricas y tonificantes. Sin embargo, una vez que inició el año escolar, quedo demostrado que la nueva estrategia era un fracaso. “Literalmente, en el primer mes de clases nos dimos cuenta de que no habíamos planeado de manera correcta”, recordó Aydlett cuando visité la escuela la primavera pasada. “Lo que descubrimos fue que estos chicos no iban a poder hacer progresos académicos hasta que no les diéramos ayuda con sus problemas sociales y emocionales”.
Con el apoyo del Distrito, Aydlett asistió a capacitación en aprendizaje socio-emocional. El programa no parecía ser una opción probable para Aydlett –un hombre socialmente torpe que se confiesa “terrible” para los encuentros humanos ordinarios. Pero desde que inició el trabajo de alfabetización emocional, dijo Aydlett, se volvió más consciente de la dinámica interpersonal e incluso se impuso como prioridad tomar unas vacaciones con su esposa –algo que antes nunca se había preocupado por hacer. (“No le veía el caso a ese tipo de conexión”, admitió. “Pero he aprendido que es importante”). La mañana que lo visité, estuvo saludando a los niños en la puerta chocando las palmas; después, me llevó a la clase de Jennifer García, que imparte el segundo grado.
Mientras Aydlett y yo observábamos, García condujo su clase a través de un ejercicio con pistas no verbales, pidiendo a los niños que imaginaran cuando se sentían tristes, enojados o frustrados y que luego se congelaran en esas expresiones o posturas. A medida que los niños se sumían en posiciones exageradas de pesar, García les felicitaba por pequeños detalles: una cabeza inclinada o una expresión de perro apaleado. Después, García se dirigió a la clase: “Ésta es la parte pensante de su cerebro”, dijo poniendo un pulgar en alto. Señalando a los dedos, dijo “Y esta es la parte sensible de su cerebro”. Dobló el pulgar en el centro de la mano y cerró los dedos a su alrededor. “Cuando tenemos emociones fuertes, la parte pensante de nuestro cerebro no siempre puede controlarlas”, explicó, agitando el puño. “¿Qué hacemos en esos momentos?” García asintió mientras los niños gritaban sus respuestas: “contar hasta cinco”, “hablar conmigo mismo”, “aliento de dragón” (un tipo de ejercicio de respiración profunda).
Estas estrategias podrían parecer simplistas, pero los investigadores dicen que tienen un profundo efecto. Cuando hablé con Mark Greenberg, quien desarrolló un currículo socio-emocional conocido como Paths (Promoción de estrategias de pensamiento alternativo), observó que la práctica repetida de estas habilidades las vuelve gradualmente automáticas. “En esos momentos, la capacidad de detenerse y calmarse, es fundamental”.
Lo valioso de tales habilidades fue evidente cuando, más tarde ese día, me senté en una reunión de una clase de cuarto grado, en la que los estudiantes trabajaban como grupo los conflictos interpersonales. Sentado en un círculo sobre el tapete, Anthony, un pequeño con camiseta roja, comenzó a reconstruir cómo lloró durante un ejercicio de la clase y algunos de los demás estudiantes se rieron de él. Interrogado sobre si creía que los chicos lo hacían por maldad o sólo porque estaban incómodos, Anthony hizo una pausa. “Creo que algunos no sabían qué hacer, así que se rieron”, admitió al final, aunque también sostuvo que unos cuantos sí se estaban riendo de él. “Me sentí muy triste por ello”, agregó.
No obstante que Anthony aún estaba acongojado, el hecho de reconocer que no todos los chicos estaban riéndose –que en algunos pudo ser sólo una risa nerviosa– se sintió como una percepción sorprendentemente sutil para un niño de 9 años. En el mundo de los adultos, este tipo de volver a evaluar algo se le conoce como “replanteamiento”. Es una habilidad valiosa que da color a la forma en que interpretamos los eventos y manejamos su contenido emocional. ¿Puede un comentario casual de un conocido interpretarse como una crítica y obsesionarse con ella? ¿O se le puede reconsiderar y descartar como no intencional?
Dependiendo de nuestra personalidad y de cómo fuimos criados, la capacidad de replantear puede o no darse con facilidad. Richard Davidson, neurocientífico de la Universidad de Wisconsin-Madison, señala que mientras que un niño puede estar sacudido por un evento durante días o semanas, otro puede recuperarse en cuestión de horas. (Las personas neuróticas tienden a recuperarse con más lentitud). Por lo menos en teoría, la capacitación socio-emocional puede establecer conexiones neurológicas que hagan a un niño menos vulnerable a la ansiedad y más pronto a recuperarse de experiencias infelices. Un estudio encontró que preescolares que tuvieron un solo año de un programa de aprendizaje socioemocional seguían desempeñándose mejor incluso dos años después de que dejaron el programa; no eran tan agresivos físicamente, e internalizaban menos ansiedad y estrés que los niños que no participaron en el programa.
Podría también hacer más listos a los niños. Davidson señala que debido a que la capacitación socioemocional desarrolla la corteza prefrontal, también puede mejorar de manera académica habilidades importantes como el control de impulsos, el razonamiento abstracto, la planeación a largo plazo y la memoria inmediata. Aunque no está claro qué tan significativo es este efecto, un meta análisis en 2011 encontró que estudiantes de kínder a secundaria que recibieron instrucción socioemocional calificaron un promedio de 11 puntos de percentil más alto en pruebas de desempeño estandarizadas. Un estudio similar mostró que cerca del 20 por ciento disminuyó los comportamientos violentos o delictivos.
Cuando hablé con maestros de la escuela Leataata Floyd, reportaron haber visto resultados similares. Una maestra recordó que la escuela estaba fuera de control antes del aprendizaje socioemocional, con chicos arrojando comida y volteando sus mesas en clase. “Ahora –comenta– puede que aún estallen, pero asumen la responsabilidad. Eso es algo nuevo: siempre solían culpar a alguien más. El que acepten su responsabilidad es un paso enorme”.
Hacia finales del siglo XIX, el filósofo John Dewey argumentó en contra del desarrollo de escuelas primarias puramente vocacionales, insistiendo en que el verdadero propósito de escolarizar no era simplemente enseñar a los niños a comerciar sino capacitarlos en hábitos mentales más profundos, incluida la “plasticidad” (la capacidad de tomar nueva información y ser cambado por ella) y la interdependencia (la capacidad de trabajar con otros).
El aprendizaje socioemocional lleva más lejos la teoría de Dewey, sugiriendo que todas las emociones –no sólo las correctas– son adaptativas si se manejan de manera adecuada. Los estudios han demostrado que las personas en un estado de ánimo ligeramente triste son mejores en el análisis y edición de un documento escrito (se enfocan mejor en los detalles), mientras que aquellas que están ligeramente enojadas son mejores para discriminar entre argumentos débiles y fuertes. LA finalidad de un programa de aprendizaje socioemocional es entonces no eludir la emoción sino canalizarla: atravesar los rápidos en vez de hundirse en ellos. Esto puede también ser difícil. Cuando no sentimos enojados, por lo regular actuamos enojados –incluso cuando hacerlo empeore la situación. La naturaleza de la emoción es que tiende a huir con nosotros. “Cuando un sentimiento es desagradable, ¿cómo vas a manejarlo?” pregunta Stephanie Jones, psicóloga de Harvard que ha estudiado diversos programas de aprendizaje socioemocional. “¿Tu reacción regular es una respuesta airada, una respuesta defensiva? ¿O pasas a un estado más orientado a buscar información”?
A menudo los programas de aprendizaje socioemocional se basan en estrategias de terapia convencional, como la capacidad de distanciarse de un sentimiento, o desentrañar emociones más profundas que pudieran ocultarse en él. Pero fomentar estas habilidades en un niño es una tarea compleja. Para que un niño domine la empatía, señala Jones, necesita primero entender sus propias emociones: desarrollar un sentido de cómo percibe la tristeza, la ira o la decepción –su intensidad y duración, sus causas. Esa consciencia es la que establece el trabajo preparatorio para el siguiente paso: la capacidad de intuir cómo otra persona podría sentirse en una situación con base en lo que tú sentirías en una circunstancia similar.
Cuando se trata de hacer que el aprendizaje socioemocional sea efectivo, dice Jones, “es una cuestión en extremo importante” determinar qué habilidades pueden enseñarse de manera constructiva y en qué edades. Hasta ahora, sin embargo, pocos estudios han incluido el tipo de pruebas rigurosas y controladas, necesarias para demostrar que la adquisición de una habilidad específica produce un resultado determinado a largo plazo. “Si las habilidades no se nutren de manera continua –dice Jones– puede ser que se pierdan”.
Incluso, comenta Caruso, un puñado de programas con un diseño deficiente, podría provocar que educadores que apenas se estén haciendo a la idea de un currículo socioemocional descarten el tema por completo. Algunos críticos han calificado a los programas socioemocionales como una “terapia light” y una pérdida de tiempo valioso en el aula. En 2010, un informe del Departamento de Educación estadounidense que evaluó siete diferentes programas de aprendizaje socioemocional no encontró ningún aumento en logros académicos ni tampoco disminución de problemas de conducta. Por su parte quienes apoyan los programas criticaron la metodología del estudio y señalaron que los investigadores no podían estar seguros de que las escuelas comparadas no estuvieran usando técnicas de aprendizaje socioemocional, incluso si no usaran un programa formal. Además, dice Caruso, para demostrar la efectividad del aprendizaje socioemocional, los programas tendrán que probarse del mismo modo que se prueban los nuevos fármacos: a través de una prueba aleatoria que pueda distinguir los efectos de corto plazo de un placebo, de las mejoras duraderas. Sin esa evidencia, el aprendizaje socioemocional podría seguir el mismo camino del movimiento de autoestima, un programa malogrado de los ochenta, en el que los escolares repetían mantras como “Yo soy especial” y “Yo soy bello”. En su momento, también se le consideró como educación de punta. El programa fue abandonado en gran medida luego de que se le asoció con tasas crecientes de narcisismo.
“Es un campo complejo, con muchas promesas, pero muy pocos datos”, dice Caruso refiriéndose al aprendizaje socioemocional. “En este momento, creo que la gente simplemente está lanzando cosas contra la pared para ver que se queda pegado”.
Uno de los programas de aprendizaje socioemocional “más pegajosos” es Second Step, un currículo de tipo ‘conectar y usar’ que ofrece a los maestros lecciones de habilidades emocionales según el grado. Desarrollado originalmente en 1986 como un programa de prevención de la violencia, Second Step se usa actualmente en aproximadamente 25 mil escuelas de Estados Unidos y Canadá, según Joan Cole Duffel, directora ejecutiva de Committee for Children, la organización sin fines de lucro asociada al programa.
En la escuela Ella Flag Young School, en Chicago, presencié una clase de sexto grado impartida por Latasha Little-Brown, quien es la “coordinadora de aprendizaje socioemocional” designada, y que lleva nueve años trabajando en la escuela. Ese día, Little-Brown mostró un video de Second Step, cuyos personajes eran las amigas Lydia y María. En la historia, la tía de María le da un lindo collar con cuentas hechas de papel. A Lydia le encanta, así que María se lo presta. De repente, cuando Lydia regresa de una fiesta, comienza a llover y el collar se arruina. Lydia no sabe qué hacer.
En la edición del ejercicio para el maestro, la meta es que los alumnos escriban los pasos de una disculpa, incluyendo la reparación. (Paso 1. “María, me equivoqué al aceptar el collar y no cuidar de él correctamente”. Paso 2: Ofrecer pagar el collar). Little-Brown incitó a los alumnos es esa dirección, hasta que un niño –un chico rechoncho que siguió con las chamarra y mochila puestas durante toda la clase–, levantó la mano con frustración. Señaló que Lydia no había sido negligente: simplemente caminaba de vuelta a casa cuando un chubasco la empapó. ¿Por qué fue su culpa que el collar se perdiera?
La discusión continuó. Una niña insistió en que Lydia pudo guardar el collar en su bolsillo, o hacerlo un ovillo en su mano –lo que llevó a otro estudiante a argumentar que el solo apretar el collar en un aguacero no lo habría protegido. Mientras tanto, el niño de la mochila seguía intentando analizar los detalles de la obligación de amistad. Si alguien te lanza una cubetada de agua cuando vas pasando ¿sería eso tu culpa? ¿Qué tal si alguien te roba o te amenaza con un arma?
Little-Brown permitió que el debate siguiera por varios minutos, para luego pasar al punto oficial de la lección: que una vez que algo está en tu posesión, tú eres responsable de ello. La clase concluyó escribiendo en grupos los pasos de la restitución en una cartulina. Fue un momento de desilusión. Aunque Little-Brown estaba comprometida y solícita, la clase se sintió más como un ejercicio de rutina sobre obligación social que una exploración matizada de un aspecto complicado. Difícilmente podía pensarse que la resolución satisfizo a alguien como por ejemplo al chico de la mochila, uno de los pocos estudiantes que parecía ansioso por luchar con los enredos en los que puede convertirse la justicia.
Más tarde, mencioné este incidente a Marc Brackett. Como a muchos investigadores, a Brackett le preocupa la difusión de programas como Second Step, en parte debido a que pueden ser demasiado formulistas. También le preocupa que puedan servir como placebos socioemocionales, permitiendo a los administradores simular que están trabajando en corregir una escuela conflictiva sin hacer realmente nada. “Cuando el superintendente quiere mostrar al estado que compraron su programa anti-bullying, o lo que sea, compran estos paquetes –dijo– pero las cajas se quedan sin abrir”. (Cabe señalar que el programa de Brackett es uno de los competidores de Second Step. Duffel dice que Second Step está “dirigido a una implementación de buena calidad” y cuenta ahora con un sistema en línea para monitorear cómo los maestros usan el programa).
El programa de Brackett, Ruler, creado junto con David Caruso y otros, es más intensivo. Un escuela interesada en probar Ruler debe firmar un compromiso de tres años que comprende capacitación regular, incluyendo el taller de Brackett “Bases de la inteligencia emocional”, que cuesta $1,800US por persona. Aunque Brackett hizo énfasis en que una diversidad de escuelas en determinado rango de ingresos utiliza Ruler, el programa cuesta significativamente más que Second Step, en especial cuando se incluye la capacitación de maestros y personal. (Sólo cerca de 500 escuelas usan Ruler).
En la cosmología de Ruler, las lecciones socioemocionales no se limitan a una por semana, o incluso a una por día. En vez de ello, se espera que dichos momentos de observación impregnen todas las clases, desde inglés hasta matemáticas, música y educación física. “Las habilidades emocionales no son algo que se desarrolle de un día para otro –subraya Brackett–, para la mayoría de las personas requerirá de mucha práctica”.
A partir de kínder, los alumnos comienzan el día ubicándose en el “animómetro”, un conjunto de cuatro cuadrados de colores –azul para un estado de ánimo de malestar, amarillo para emocionado– que representan los cuatro cuadrantes de la experiencia emocional. (Los dos restantes son el rojo para la ira, y el verde para un estado de calma). La meta es desarrollar la capacidad de auto-reflexión y pensamiento crítico del niño. “Brackett me dijo: “Nunca decimos, ‘Lo mejor es tomar tres respiraciones profundas’, esto funciona para algunos; pero para mí, cuando lo hago sólo pienso en cómo retorcerte el cuello”.
Brackett me contó que durante su crecimiento fue víctima de un horrible bullying –el tipo de experiencia que Ruler podría ayudar a prevenir. Poco después de su contratación en Yale, dijo, regresó a su vieja escuela con la esperanza de persuadirlos a que implementaran el programa. Les dije: Les voy a dar un regalo que normalmente costaría US$100,000 y me respondieron: Oh, está bien –nosotros ya tenemos un orador sobre inteligencia emocional.
Incluso ahora, dice Brackett, muchos educadores no se dan cuenta de la importancia de la consciencia emocional. Para que Ruler funcione, asegura, las herramientas deben ser adoptadas no sólo por los alumnos sino también por profesores y administradores. “Ellos deben poder caminar por la escuela y decir. ´Oye, ¿dónde estás en el animómetro? Yo ahora estoy en amarillo, me siento emocionado ¿y tú?’. O bien, ‘Tuve una mañana difícil. Necesito tomarme un meta-momento porque ese papá estaba muy alterado, tengo que manejar mis emociones’”.
El enfoque de Brackett puede parecer una exageración para algunos, pero cada vez más programas de aprendizaje socioemocional ofrecen capacitación adicional para maestros. Es como la vieja máxima del avión que me contó Mark Greenberg: ´Ponte tú primero la máscara antes de ponérsela a tu hijo. Primero debes ayudarte a ti’. Greenberg señala que un gran maestro puede cambiar la forma en que los estudiantes aprenden y se comportan, creando un clima que sea de compromiso, atención y respeto. En teoría, la capacitación en aprendizaje socioemocional podría ayudar a más maestros a desarrollar esas habilidades. “La única constante en la investigación educativa ha sido el poder de esos grandes maestros –dijo Greenberg–, lo que está menos claro es cómo se embotella eso”.
Ubicada en lo alto de las colinas a unas cuantas millas de Berkeley, la escuela primaria privada Prospect Sierra utiliza Ruler. Es un lugar agradable lleno de sutiles accesorios de la salud: salones ventilados equipados con iMacs y un campo deportivo que se extiende con una vista sin obstáculos de la Bahía de San Francisco.
Recorriendo los pasillos la primavera pasada, miré carteles que hablaban de empatía (“Digo cómo me siento y escucho de manera empática los que dicen los demás”), con ejemplos de distintas medidas del estado de ánimo, incluyendo las hechas por los niños de primer grado que me impactaron tanto en forma positiva como alarmante. Junto con “energético”, “tranquilo” y curiosa”, había otras que decían “frenética”, “solitario”, deprimido”, “excluida” y “sin alegría”.
Por la tarde asistí a una clase de educación física para observar un juego similar a las “atrapadas” en el que los equipos intentan capturar la bandera de su contrario. La maestra, una mujer rubia y delgada de nombre Jaqueline Byrne Bressan, comenzó por sentar a los alumnos en círculo para discutir los problemas que surgieron en el juego anterior y cómo podrían prevenirlos esta vez. Un chico, cuyo sedoso pelo castaño daba la impresión de una estrella del futbol inglés en miniatura, alzó la mano para señalar que “algunas personas” no estaban dispuestas a dirimir las disputas sobre si habían sido tocados mediante “piedra, papel o tijeras” –una práctica aceptada por la escuela. Cuando Bressan le preguntó que había hecho al respecto, respondió con solemnidad “Les dije que no estaban jugando limpio. Y luego lo olvidé”.
Poco después de esto, observé a un chico fornido de playera roja y tenis blancos que evidentemente había sido tocado por una pequeña rubia, pero que seguía corriendo. “¡Te toqué!”, gritó la niña”. Otro niño le hizo segunda: “¡Estás tocado!”. El niño gritó en respuesta “¡No lo estoy!” Viendo a Bressan de reojo, aflojó el paso hasta caminar por un momento –luego se movió furtivamente por la orilla del campo y se coló de nuevo en el juego.
Al ver esto, Bressan sonrió con sequedad. El chico fornido, dijo, es uno de los que batalla con los conceptos socioemocionales básicos como la justicia y la responsabilidad. Agregó que creía que estaba mejorando gradualmente. “Antes no dirimía estas disputas en absoluto o mentiría diciendo que lo hizo. Ahora puede tomarle un minuto, pero por lo general lo hace”.
Aunque es difícil decir si el uso de “piedra, papel o tijera” les enseñaba lecciones más profundas de justicia y resolución de problemas, Bressan me dijo que redujo radicalmente el número de disputas que ella tenía que resolver y, al mismo tiempo, hizo más fácil identificar qué niños requerían de más ayuda en el aspecto social. También dijo que confería a los otros alumnos la autoridad moral de pedir cuentas a otro jugador.
Parecía haber algo en este sentido. Mientras que el juego tuvo su dosis de drama de escuela primaria (en un momento una niña comenzó a llorar luego de que un niño se jactó que era más rápido que ella “por un millón de millas”), fue notable la rapidez con la que la mayoría de los niños avanzó. Una pequeña rubia que lloró porque fue empujada –sus jeans blancos nuevos tenían ahora una mancha de pasto en la rodilla– manejó el asunto saliendo alrededor del campo y hablando al respecto en la puesta en común posterior al juego. “Habíamos dicho que no tocaríamos con rudeza durante el juego, pero sigue sucediendo”, expresó sonando sorprendentemente equilibrada.
Cuando le comenté esto a Bressan, ella asintió, “Creo que para ellos el sólo poder decirlo marca una diferencia –dijo– simplemente el comentarlo”.
Más adelante, Bressan me contó que en su empleo anterior en una escuela del estado de Nueva York los estudiantes se comportaban de manera diferente. Recordó que cuando un niño fue golpeado en el estómago durante el receso, ni siquiera acudió a un maestro. En comparación, es difícil saber cómo les iría a los chicos de Prospect Sierra en el “mundo real”. “Pero –agregó–, la verdadera pregunta es ¿qué clase de mundo queremos?”.
Esa es una pregunta en la que Marc Brackett piensa con frecuencia. Él vislumbra una generación de niños que hayan crecido inmersos en un ambiente de consciencia emocional total –que reciban nuevas percepciones en los momentos adecuados del desarrollo y en formas deliberadamente constructivas.
“Si tienes ese tipo de instrucción desde kínder –dijo–, creo que en 20 años el mundo podría ser distinto”.
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* Jennifer Kahn enseña en la Escuela de graduados de periodismo de la Universidad de California, en Berkeley.
El artículo original en inglés puede leerse en: http://www.nytimes.com/2013/09/15/magazine/can-emotional-intelligence-be-taught.html?pagewanted=1&_r=1&ref=education. Traducción: UnoNews.