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¿Por dónde empezar?

En silencio y sin pensar entregué el examen. «Ya está y lo que no está tampoco estará» me dije a mí mismo. «¿Qué me pasó? ¿Cómo llegué hasta acá?» Y se contó para sí la historia, como viviendo cada instante nuevamente, con la misma dolorosa intensidad: «No pude estudiar demasiado, mi casa era un campo de […]

Autor: UNOi

Fecha: 31 de marzo de 2015

Fredy Vota - En los caminos

En silencio y sin pensar entregué el examen.

«Ya está y lo que no está tampoco estará» me dije a mí mismo.

«¿Qué me pasó? ¿Cómo llegué hasta acá?»

Y se contó para sí la historia, como viviendo cada instante nuevamente, con la misma dolorosa intensidad:

«No pude estudiar demasiado, mi casa era un campo de guerra.

Mi madre lloraba y gritaba, gritaba y lloraba.

Mi padre balbuceaba alguna explicación.

Mi hermano mayor se fue por la entrada de la cocina, el más chico corrió al cuarto.

¿Yo? Sólo me paralicé. Me quedé en el comedor con el libro abierto. No atiné a moverme. Sentí que me petrificaba. Primero las piernas, luego los brazos y  finalmente todo el cuerpo.

El libro quedó fijo en la página 34. No me acuerdo el título, pero me acuerdo el número.

No pude levantarme como por dos horas.

Cuando me digné a correr la silla, ya todo había terminado, mejor dicho, había empezado algo nuevo.

Mamá seguía en el cuarto, papá ya no estaba

El día siguiente tampoco estuvo, ni al otro, ni el otro.

Ese día mi madre no abrió su puerta. Creo que estaba saliendo el sol cuando me animé a golpear. Se escuchaba un llanto ahogado, pero no contestó.

Dos días después, papá me llamó al celular y me dijo que se iban a separar.

Sentí que un rayó quebró la casa en mil pedazos.

Al principio intenté reconstruir algo.

Empecé por mi hermano menor,  que con sus 10 años parecía que sólo quería jugar con la play. Intenté hablarle, pero en realidad me di cuenta que no tenía nada que decir.

No tenía palabras. A los 13 años parece que las palabras escasean.

Busqué a mi mamá para ver si encontraba algo y sólo dijo “son cosas de grandes” y luego con tono enojada, sin mirar a ningún lado balbuceaba “Tu padre rompió esta casa. No quiere a nadie”.

Cuando el fin de semana siguiente salí con mi papá a tomar un helado quise preguntarle para encontrar algunas palabras. “Cosas de grandes” repitió como letanía vacía. “Tu madre me hecha toda la culpa a mí, pero esto estaba quebrado desde hace tiempo”. Fin de las palabras.

Mateo con sus 17 años empezó a salir por la noche mucho más y los fines de semana cuando volvía se escuchaba a mamá “Otra vez volvés así !! Te parece que me faltan más problemas” ».

 

Finalmente le di la hoja a la profesora. Este papel fue el sello de mi condena escolar.

Una semana exacta después vino el 1 en rojo. ¡Bien rojo y bien grande!

Escuché varios comentarios de la profesora, que en realidad recuerdo poco, sólo algunas palabras aisladas: “Poca dedicación”, “Falta de estudio”, “No va a aprobar”.

Recuerdo que la profesora me preguntó “¿Qué va a hacer ahora?”

La miré y me volví a quedar sin palabras.

¡No sé  por dónde empezar!

 

Y nosotros, docentes, ¿por dónde empezamos?

Quizás entender que todo debiera ser una oportunidad formativa, si logramos descubrir la profundidad de lo que acontece en cada acto.

Sólo hay que aguzar la mirada y aprender que educar es mirar la oportunidad.

Al fin y al cabo, la vida en sí misma, siempre es una oportunidad, si entendemos que nunca en una primera mirada de lo que nos acontece se entiende lo que nos acontece.

Hace falta profundidad, ir al fondo de lo que nos ocurre, para poder entender lo que ocurre.

Hace falta este tipo de mirada y por supuesto este tipo de docentes que miren así lo que acontece para alcanzar el cambio que tan ligeramente pregonamos en las escuelas.

 

Alfredo Vota

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