“Sólo cerrando las puertas detrás de uno se abren ventanas hacia el porvenir.”
Françoise Sagan
Quienes nos enfocamos en educación, enfrentamos una gran cantidad de dilemas que habremos de resolver si queremos alcanzar los fines y gozar de los beneficios que la educación aporta a nuestras vidas y a nuestra muy vapuleada sociedad contemporánea. De manera casi irremediable, cuando nos referimos a la escuela, nos encontramos ante una serie de paradojas auto-generadas…nos metemos el pie, o como diría mi suegra, nos “apaleamos a nosotros mismos”.
Durante algún tiempo he tenido oportunidad de trabajar con diferentes escuelas, y puedo decir que todas, sin excepción –y en ellas incluyo también a los padres de familia– estamos de acuerdo en la necesidad de un cambio. Tema trillado. Coincidimos en que lo que la escuela ha venido haciendo hasta este momento es ya y por mucho, insuficiente. El modelo vigente en la gran mayoría de instituciones educativas de nuestro país hoy en día resulta anacrónico, no hay correlación entre lo que hacemos para preparar a las nuevas generaciones y lo que efectivamente sucede en el entorno profesional y de trabajo, y no hablemos del futuro. El conflicto inicia al momento de centrarnos en resultados. Nos está faltando visión, -a padres, maestros, directivos- y con ello nuestro liderazgo se está viendo terriblemente afectado, con todas las implicaciones que esto conlleva y en sentido opuesto a lo anhelado.
¿Qué hacer ante esta situación? Por principio de cuentas, necesitamos romper esquemas tradicionales hondamente arraigados, lo cual no es fácil. Para ser honesta, resulta ser lo más difícil, pero también posible. Comencemos por permitirnos ver nuestra realidad desde una óptica diferente -no mejor ni peor, solo distinta. Me parece que este es el primer paso, para darnos después la oportunidad de innovar considerando el riesgo en ello implicado. Esto no implica no sentir temor, pero sí significa aceptarlo y sobreponernos, medir y asumir los riesgos de hacer las cosas de manera diferente y generar una cultura de esfuerzo.
Una de nuestras mayores barreras para innovar radica en nuestra intrincada habilidad para emitir juicios. Continua, natural y espontáneamente evaluamos todo. Sin embargo, lo que en realidad nos complica es que no tenemos el hábito de cuestionar ni modificar nuestros criterios para emitirlos y medimos “lo nuevo” con la misma y antigua medida. Requerimos de un nuevo molde, ya que no logramos encajar lo nuevo en el paradigma anterior y entramos en conflicto.
No busquemos más de lo mismo. Tomemos el tiempo y el trabajo de construir una visión ideal, definamos nuestro nuevo modelo y puntualicemos los aspectos que nos parezcan mas importantes –nuestros moldes individuales– de manera que contemos con una clara y concreta imagen de lo que queremos alcanzar y de los elementos que la constituyen: qué queremos promover, qué estamos dispuestos a discutir, y qué definitivamente no es negociable. Accionemos con esta base y observemos si los resultados que obtenemos sobre la marcha nos acercan o alejan del ideal. Esta es la forma.
Como escuela, el proceso es similar. Aunque bien es cierto que debemos ajustarnos a los lineamientos establecidos por nuestro órgano rector, mas trascendental aún es focalizar nuestras fortalezas y regresar a los orígenes. Hablando en términos comerciales, se trata de rescatar nuestra ventaja competitiva, y con ello me refiero a la filosofía y al sueño que hizo nacer nuestro proyecto escolar, retomar aquello que nos identifica y distingue del resto. Eso que hacemos –o deseamos hacer– mejor que nadie y por lo cual destacamos entre muchas otras instituciones educativas.
Descubrimientos recientes sobre el cerebro y su funcionamiento han puesto a prueba muchos de los paradigmas que permanecen en educación: Enseñanza vs. Aprendizaje, Calificaciones vs. Desempeños, Competencias, como prefiramos llamarles…lo cierto es que nadie tiene la capacidad de enseñarnos, aprender algo o no hacerlo es decisión personal. De igual forma, libros llenos y buenas calificaciones no garantizan aprendizaje en sí mismas, ni éxito o inteligencia en el sentido general. En el mejor de los casos denotan compromiso y destreza lingüística; valioso sí, pero insuficiente.
Estos son sólo algunos ejemplos de paradigmas y esquemas tradicionales que en su momento fueron legítimos, pero cuya validez es cuestionable en la actualidad. La inteligencia y el valor de la educación reside ahora en nuestra capacidad de hacer juicios éticos fundados, de resolver nuevas situaciones y problemas a partir de lo aprendido, y en la posibilidad de generar diversas alternativas y propuestas viables. En ello radica su valor. Comencemos entonces a evaluar los resultados desde ésta óptica.
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La autora es licenciada en docencia de Inglés y máster en administración de instituciones educativas, se ha desempeñado en el ámbito educativo por más de 25 años, en áreas de docencia, desarrollo académico y curricular, y coordinación IB. Ha trabajado como consultora independiente y organizado conferencias de formación para padres con la participación de diversas instituciones educativas, y como columnista en un periódico local, tiene un especial interés por generar aprendizaje organizacional en las instituciones educativas y actualmente es Consultora académica de UNO Internacional para la región de Sinaloa