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por J.K. Elemenopi Asistir como testigo al proceso de alfabetización de tu hijo es una experiencia en extremo satisfactoria o, como dicen por ahí, que no tiene precio. El hijo –pequeño, por supuesto–, toma en sus manos un cubo de madera (sí, todavía los hay),  interpreta el signo que una de sus caras ofrece a […]

Autor: UNOi

Fecha: 29 de enero de 2016

por J.K. Elemenopi

Asistir como testigo al proceso de alfabetización de tu hijo es una experiencia en extremo satisfactoria o, como dicen por ahí, que no tiene precio.

El hijo –pequeño, por supuesto–, toma en sus manos un cubo de madera (sí, todavía los hay),  interpreta el signo que una de sus caras ofrece a sus ojos y emite un gutural “O” con los labios redondeados, como queriendo imitar ese círculo perfecto. Y repite “O – O”, al tiempo que su rostro resplandece con el descubrimiento.

No podemos precisar, al menos no yo, lo que ocurrió en su cerebro en ese momento, pero me queda claro de que acababa de establecer una conexión indeleble (salvo el Alzheimer), para toda la vida, entre el lenguaje hablado y su representación escrita. El sonido se había convertido en objeto. Y no puedo menos que maravillarme.

Muchos giros al cubo habrían de pasar, muchos gestos y muchos días, antes de que pudiera descifrarlo en su totalidad.

Existe en la actualidad un debate extendido sobre a qué edad deben los niños aprender a leer y escribir. Mientras unos opinan que cuanto antes mejor, otros argumentan que el proceso requiere de una cierta madurez tanto neuronal como motriz para su correcto desarrollo. Los finlandeses, tan aplaudidos en el contexto internacional por su modelo educativo, comienzan a los 7 años; postura que desde mi experiencia celebro aunque, por otra parte, debo reprocharles su decisión de no enseñar más la cursiva. No hay sistema perfecto.

Además, estoy convencido de que cada niño tiene su propio ritmo de aprendizaje –incluso estando ya en el aula–, y debemos respetar su proceso personal sin apresurarlo. De que leerá, leerá.

En mi caso, el de mi hijo, a la “O” siguió la “U” con el labio inferior hacia adelante, y luego vino la “E” acompañada de un tono juguetón y así, hasta llegar a las consonantes, el silbido de la “S” y el ronroneo de la “M”. Todo ello, prácticamente sin ninguna asistencia. La ayuda llegó después, al acomodar los cubos en sílabas y más adelante en palabras sencillas, que significaron, cada una, la posibilidad no solo de nombrar las cosas conocidas sino de representarlas con un conjunto de símbolos. En preescolar –lo adivinaron-, su primer trazo con el puño cerrado sobre una crayola fue una “O”, imperfecta sí, pero solo para algunos ojos.

No aspiro a que sea un Hugo, o un García Márquez, pero estoy seguro de que de su mano saldrán palabras suficientes para poder expresar sus ideas y sentimientos.

Algunos se jactan de que la primera palabra que pronunció su hijo de bebé fue “Papá”. Yo puedo decir que lo primero que el mío leyó, fue una “O”.

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