Arnaldo Esté
Es frecuente encontrar, en críticos de la educación formal, con enfoque tradicional, la acusación de ser homogeneizadora: like bricks in the wall dice la canción sesentosa.
Ahora, el reclamo trasciende lo educativo y tiene que ver con el mundo que emerge y la manera, en general, de percibir a los otros. La vertiginosa fluidez de la información permite percibir, más rápidamente, las expansiones económicas y culturales, las guerras religiosas, las segregaciones y exclusiones sociales, que parecen llegar todas al mismo tiempo a su apogeo culminante y a su agotamiento.
Por otra parte, cuando un alumno se escapa de la homogeneidad complaciente del aula tradicional, cuando su comportamiento es diferente, es objeto del bullying, de la violencia multiforme de sus compañeros, del chalequeo y la burla colectiva. Su diversidad puede ser física, como la gordura, la estatura, flacura; o puede ser despistado, distraído o retraído; o bien, negro, pelirrojo, chino, indio, portugués…; es decir, no importa, porque siempre se acude a estereotipos. Se reproduce, en menor escala, los consecuentes argumentos internacionales, vinculados a lo infiel, lo pecador, lo insurrecto, lo atrasado, cualquier aspecto personal disímil. El bullying a esta escala puede ser mucho más costoso que la exclusión escolar del pasado.
Hoy es difícil hacer bandera del racismo, pero existe. Es insólito, en la comunicación abierta y difundida que genera el contacto de las más apartadas culturas, a partir de lo digital, pensar en la presencia de la discriminación soberbia y prepotente; pero la hay. La condición de migrante en muchos países se ha convertido en un ámbito de segregación y ultraje. Pensemos en el Apartheid. La paradoja subyace, porque todos los pueblos del mundo conocido han sido migrantes alguna vez, desde el israelita que participó del éxodo, hasta los desplazados políticos del Muro de Berlín y el conflicto colombiano. La mejor prueba de ello es el nacimiento, en 1950, del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR).
La diversidad es otro valor emergente. Es saber que los otros no son como yo y que, además, los necesito.
Es indispensable cultivar la diversidad y con ello el reconocimiento y el respeto al otro, en cada detalle de un salón, de una clase. Aprovechar su riqueza cognitiva y cultural, para aprender de cada experiencia ajena, para enaltecerla o transformarla, y ponerla al servicio de los proyectos propios y comunitarios.
Los latinoamericanos somos evidentemente mestizos. Y aun, los más aborígenes migraron y se fundieron en su tiempo. De hecho, ya los ibéricos colonialistas eran mestizos, venían con su mezcla de sangre árabe, judía y cristiana. El ufanarse de la fatua pureza es una influencia de otros países, que buscaron la herencia de “la raza aria”.
El mestizaje se manifiesta en el lenguaje, en el “seísmo” americano y el “leísmo” español. El carnaval brasileño hunde sus raíces en el Imperio Romano, pero adquiere su propia impronta. La religiosidad andina integra sincréticamente al dogma cristiano con la teología quechua. Los mexicanos de Puebla de Los Ángeles adoran a Nuestra Señora del Rosario de Tonanzin, que es la misma Virgen de Chiquinquirá o la Coromoto. En sí, la práctica religiosa cambia y se hace hispanoamericana.
El mismo efecto se registra en la literatura y en las artes, en los muralistas mexicanos o en los textos y enciclopedias que incorporan y cuelan terminologías hijas del espacio americano. Pídale a un hispanohablante y a un ibérico que pronuncie la palabra “atlético”. El español peninsular no reconoce la integración “tl” derivada del náhuatl y pronuncia “at-lético”.
En el espacio de la pedagogía es conveniente precisar la riqueza del mestizaje cultural y, aún más, el potencial de aprendizaje que podemos perder, por ignorar el disfrute de la diversidad. Porque la variedad no sólo atiende a lo perceptible a simple vista, que también es relevante y conveniente. Sino también incluye perspectivas disímiles, otras maneras del comprender, del conocer, del disfrutar.
Con frecuencia es sutil la percepción de la diversidad en un grupo de niños. Tiempos, estilos, entonaciones, atuendos, modas, afloran en la curiosa dialéctica de querer parecerse a los otros y, a la vez, tener una identidad propia. El trabajo en grupos es propicio para hacer florecer la variedad y el aprendizaje de lo diverso, pero en el mismo espacio se reafirma el imaginario y la conformidad individual.