Arnaldo Esté
Es indispensable precisar esta palabra. El uso frecuente le ha otorgado diferentes sentidos y, con frecuencia, se asocia al honor, al orgullo, a ese fatuo compromiso con una estirpe, a una historia que se escapa en recuerdos ya inútiles. Otras veces, su significación se reduce al vivir menguado y sobreviviente, vinculado al populismo que se soporta con la caridad y la compasión degradante.
Sin embargo, conviene centrarse en la concepción semántica relacionada con el comportamiento, con el desempeño con responsabilidad e integridad ciudadana. Volver a una de sus primarias acepciones significativas.
Dignidad es la tenencia de sí como persona plena, íntegra. Se realiza en la acción y proyección personal, donde desempeña su dimensión humanista, probidad y poder creador. Es la voluntad de ser y actuar, más allá del fracaso y el error. Más allá de las trampas y los esquivos meandros del vivir.
Así que no es cosa de consejos o lecciones. Se cuentan cosas de las personas dignas y hay que continuar haciéndolo, porque ellas son personajes frecuentes de las artes y la historia, cuyo ejemplo fortalece la emergencia de la dignidad. Pero para consolidarla, hay que vivir con ella.
Es la ansiada fiesta del vivir dignamente, que no se resuelve con el regalo de una casa, carro o simplemente dinero o un mendrugo de pan. Es mucho más que aquella vida que se confunde con el no morir. Tampoco se agota en el tener confort y lujos.
Es otro mundo en el que ya no tienen lugar las expansiones de los grandes poderes, culturas, civilizaciones. Mundo de diversidades que convergen y que ya no se puede describir con palabras atadas a términos caducos, a riesgo de anacronismo. Atreverse a buscar palabras y maneras para explicar lo que está naciendo. Porque ellas también están naciendo. Este mundo que emerge se nos ofrece en una maravillosa complejidad que escapa a los procedimientos y los métodos tradicionales.
La dignidad está amarrada al respeto y al reconocimiento mutuo. A la vigencia de los otros en uno, en sus miradas y expresiones, en los espacios que me otorgan y en la correspondencia a mis entregas y logros. Y está disminuida por el poder y la autoridad que quieren imponer las certezas ajenas, que parecen buenas mientras se presentan y falsas cuando se adoran.
La dignidad es un valor y una calidad que, como todo valor, solo se logra en su ejercicio, en su práctica reiterada y constante. Ha sido hija del acoso y por ello requiere fortalecimiento. Aun es débil y temerosa y antes de nacer, cualquier viento puede apagarla. Porque esa debilidad, con frecuencia, deriva en la prepotencia del inseguro. En la agresividad y la violencia del acorralado.
Hemos hecho de la novedad una tragedia, por crianzas adoloridas, hijas del temor y que nos lleva a sentir que todo cambio lleva a una tragedia mayor. De allí la resistencia al cambio y repetimos “más vale mal conocido que bueno por conocer”.
Pero ya fueron los hijos de otra tragedia, la que vende el cambio como una muerte, para asustar a la dignidad humana. A la angustia y a la intriga, a la pregunta y al problema porque es en ellas y ante ellas cuando somos más humanos y nuestra creatividad se siente retada. Se requiere fuerza para luchar por la dignidad de todos. La dignidad abre todo el cuerpo que somos a la comprensión, a la creatividad y al disfrute. Incluso al disfrute aquel que no fácilmente se distingue del dolor.
Es la calidad de la persona, de la propia subjetividad imprescindible para comprender, conocer y crear. Y otro imaginario, que ahora se muestra difuso y sobrehumano, se irá armando y tomando sentido. Pero no se irá armando sólo. Lo tenemos que armar y construir nosotros. Mundo de la Participación, que se hace cultura. Incierto pero no necesariamente tempestuoso, aunque las tormentas seguirán necesarias y existiendo. Hay que buscar, incansablemente, las soluciones fructíferas a los problemas planteados. Se trata de crecer más humanos. Más fluidos, más melodiosos. Y la novedad tendrá que salir en los contrastes y armonías de una música necesaria.
Los ambientes de aprendizaje tienen que ser, más que nada, recintos de dignidad.