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Hay todavía muchos que necesitan ser salvados…

   Todo parecía puesto en su justo lugar. Todo hecho para tener algo más que una buena comida. De esas que permanecen en el tiempo. Velas en las mesas, atención delicada, comida selecta. Como una ráfaga vino a mi memoria la imagen del Banquete de Platón. Estaba detrás de un escritorio, justo a la salida […]

Autor: UNOi

Fecha: 15 de abril de 2013

Columna Fredy Vota wp  

Todo parecía puesto en su justo lugar.

Todo hecho para tener algo más que una buena comida. De esas que permanecen en el tiempo.

Velas en las mesas, atención delicada, comida selecta.

Como una ráfaga vino a mi memoria la imagen del Banquete de Platón.

Estaba detrás de un escritorio, justo a la salida de la cocina. Anotaba cada comanda, vigilaba con pericia de águila todo lo que ocurría.

Me miró, lo miré. Nos conocimos.

Recorrió las mesas y se acercó a la mía. Nos saludamos afectuosamente. Una corriente de cariño, como en los viejos tiempos nos inundó. Ya no era su profesor de filosofía. Éramos dos adultos frente a frente.

Recordé cada momento de su vida escolar. La batalla por aprobar, el esfuerzo realizado para cumplir. En varias oportunidades hablé con el equipo de orientación psicológica. Para mí era dislexia. En sala de profesores pedían la repitencia cada año, era casi un rito.

Cada año lo salvé con lucha pertinaz. Era también un rito para mí.

¿Para qué perder un año de su vida?

Lo sacamos adelante (fuimos 2 o 3 los discordantes), no sin endilgarle, al menos en nuestro interior, el mote de mal alumno.

Varias veces le recomendé no seguir la Universidad. Era un consejo, para evitar la frustración, creí.

—Me recibí de Licenciado en Relaciones Públicas, pero siempre quise esto, tener mi restaurante.

¡Me recibí!, sonó a una solapada recriminación. Quizás sólo fue mi sentimiento de culpa. Lo creo incapaz de esto, aunque el dolor queda alojado en algún lugar del alma. Y estoy seguro que en la escuela no lo pasó nada bien.

Me sentí responsable por no haber hecho más aún por él. Por creer en mi interior que no respondía a los estándares y eso no estaba bien, aunque mi naturaleza díscola me empujaba a salvarlo, casi por instinto.

¿Para qué sirve la escuela, si no sirve para poner a ese muchacho de pie?

Y ahí estaba altivo detrás de su  mostrador –trono–. Pero no fue por la escuela, fue a pesar de la escuela. Fue contra la creencia de la escuela.

Gracias a Dios, frecuentemente, la vida escolar no se refleja en la vida misma. Y si lo hace, muchas veces resulta un espejo invertido.

¿Para qué sirve la escuela?

Tal cual está armada hoy, para crear jóvenes que aprendan el oficio de alumno. Oficio que nunca más volverán a usar, porque no tiene correlato en ninguna otra parte. Me animo a decir que ni siquiera en la universidad.

Pagué mi cuenta, y encontré un suculento descuento y una ronda de champagne para la mesa.

Gracias por nada compañero de ruta, era mi deber sacarte adelante a pesar del sistema.

Hoy siento un deber mayor. Cambiar el sistema, para salvar a todos, no sólo a él.

Quizás, sólo sea para redimirme definitivamente a mí mismo.

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