Por Redacción UNOiNews/Jovel Álvarez
Recuerdo perfectamente el día en que mi profesor de Estudios Sociales nos dijo que la historia había que entenderla para comprender el mundo en que vivimos.
Ese día se acercó a mí y sorpresivamente me encargó hacer una exposición sobre la Primera Guerra Mundial. La encomienda llegó con ese tono de voz de quien se sabe en control del destino de los 40 alumnos que tiene en el salón. Comprendí de inmediato que se trataba de un reto, y me propuse pasarlo con mención honorífica.
Usualmente, las exposiciones se programaban para durar de 10 a 20 minutos, pero lo cierto era que muchos de mis compañeros no llegaban al tiempo mínimo, pues leían todo el texto que llevaban en sus fichas con gran rapidez debido al nerviosismo.
En mi caso, sabía que ese era el primer estigma a superar, así que le pedí al profesor que por favor no programara otras exposiciones para el día de la mía, pues yo iba a usar toda la clase para exponer mi tema (¡vaya que era atrevido!).
Mi relación con este profesor estuvo siempre enmarcada en lo conveniente para un docente y un alumno. Nunca hubo una particular cercanía durante los años en que fue mi maestro, pero siempre admiré el dominio que tenía del grupo y la gran fluidez y seguridad con que impartía sus lecciones.
“¿Por qué habrá decidido darme a exponer un tema tan importante?”, fue la pregunta que aquejó mi cabeza durante varios días.
Me preparé, ensayé y me propuse darle al profesor la mejor exposición que hubiera visto en su vida. Él lograba con su actitud que yo quisiera dar lo mejor de mí.
Llegó el día. Comencé mi exposición. Los 80 minutos de las dos lecciones fueron consumidos por este joven estudiante, ante el asombro de mis compañeros y del profesor, que se mantuvo inmóvil durante casi toda la exposición.
Al final se acercó a mí y me preguntó si podría dar el tema también al segundo grupo que él llevaba, pues había quedado excelente.
¡Fue una de las mayores satisfacciones que tuve en mi vida estudiantil!
Me pregunté mucho tiempo por qué el profesor me había confiado esa tarea. Investigando las cualidades que hacen a un buen docente, vi que aparecía el enunciado “hacer que los alumnos entiendan un concepto, no que lo aprendan”, y me vino a la mente de inmediato el caso que acabo de exponerles.
Muchas veces me dije “apréndete esto solo para el examen, después lo desechas”, y así lo hice en casi todas las materias. Sin embargo, en esa ocasión particular logré retener (hasta el día de hoy) cada uno de los apasionantes detalles del tema que mi profesor me encargó.
No puedo recomendarle a usted, profesor que ha tomado el tiempo para leer este artículo, que haga a sus alumnos exponer los temas del programa, pues no todos tendrán ese espíritu impetuoso que tuve yo en esa ocasión. Pero puedo asegurarle que mi profesor sabía de lo que yo era capaz, y por eso me encomendó ese trabajo.
Es aquí que quiero destacar el conocimiento que deben tener los docentes de las capacidades individuales de sus alumnos, para poder exigirles al máximo, según el nivel de sus facultades.
Años después de haber egresado de mi colegio regresé para saludarlo. Recordamos los dos esa exposición, también la ocasión en que me encargó exponer la Guerra Fría y dividí el salón en dos con un extraordinario Muro de Berlín que yo mismo hice con bloques de plywood. ¡Vaya que ese maestro me hacía ser creativo!
Ese es el mérito de mi profesor: hacer que el aprendizaje se convirtiera en entendimiento, y que este cambio resultase verdaderamente atractivo para sus alumnos. Él me puso un reto, me propuse cumplirlo y de esa forma fui partícipe del proceso pedagógico de una forma totalmente diferente a la que había conocido hasta ese momento.
¡Gracias, profesor Luis Fernando! Espero que muchos sigan su ejemplo.