Era una tarde clara. El sol ya se iba, y el tráfico estaba infernal (¿cuando no lo está?). Decidí dejar el auto en el aparcadero privado. Tenía un cartel que decía a 50 metros: “Clínica”. Estacioné, me bajé del auto, fui a la cabina a pedir mi ticket. Detrás había un cuarto pequeño, con un sillón y una televisión.
Una niña de unos 3 o quizás 4 años se asomaba. Se veían juegos desplegados, muñecas. En ese instante la niña, ahora escondida detrás de la puerta, le dice al padre: “Sigo armando la casita, así cuando dejes de trabajar, me ayudas a ponerle el techo”.
El padre se río, yo también. Cómplice, me dice: “La cuido yo, porque la madre trabaja en casa de familia y no puede tenerla. Hoy pasa la noche acá y ya mañana a la mañana nos encontramos con la madre y salimos a pasear”.
Caminé los 50 metros hasta la clínica. Subí al tercer piso, habitación 305. Abrí la puerta. Clarita (15 años) en la cama mirando hacia la pared, la madre mirando por la ventana. Un silencio hiriente inundaba la pieza. Saludé con cortesía. El saludo rebotaba como un eco. Fue respondido por un balbuceo de la niña y otro, homónimo, de la madre.
Me senté junto a Clara, la miré y me miró. Me dijo con una mezcla de dulzura y compromiso. “Gracias por venir”. Y me quitó la mirada. Vergüenza quizás.
La madre sólo rompió la escena para decir. “Aprovecho que está usted para ir a comer algo”. Y salió, sin siquiera acercarse a su hija.
No quería volver sobre lo ocurrido. Clara seguramente temía eso. Para qué hablar sobre la evidencia. La marca del cuello que le dejó la soga siniestra hablaba sola. Le conté de los compañeros, anécdotas de la semana (en una escuela nunca faltan) y alguna historia con profesores. Vi que se reía. Dejó de mirar la pared, pasó a mirarme a mí.
En medio de la charla me dice: “Estoy muy avergonzada”. Decidí quedarme en silencio y sostenerla desde la mirada. Hubo una pausa y siguió: “Estaba desesperada, me sentí sola, sin sentido”. Hubo otros intentos, había dejado de comer, vomitaba, se lastimaba . “En casa nadie se daba cuenta de nada”.
Como flashes me vinieron a la memoria dos episodios con la madre. El primero, una pelea con la compañera cuando Clara estaba en 3er. grado. La mamá pretendía la expulsión de la contrincante. Lo decía sin decir, pero le daba vuelta la idea de que Ángeles no era de buena familia. El segundo fue en 6º grado. En esa oportunidad la madre arremetió contra la maestra de arte. Le había bajado el promedio. Estaba muy disgustada, todos 10 y un solo 8. “Nada menos que en ¡arte! ¿Para qué les sirve?” espetó con gran disgusto.
Me pregunto ahora ¿De qué hablamos en la escuela con los padres? ¿Qué son esos diálogos/discusiones que terminan con una niña internada con intento de suicidio?
En ese momento me vibra el celular. Miro un mensaje de Ángeles preguntando por su amiga. Le cuento a Clara y se sonríe. “Ayer me vino a ver. Me pone mal, poner a mis amigas tan mal. Pero no sé que me pasó”.
“A veces estas situaciones extremas nos hacen enfrentar dificultades sostenidas y asentadas en el tiempo. Seguramente será un punto de inflexión. Los tratamientos y la compañía de todos los que te queremos ayudará”. Fue la única frase armada que iba yo a decir.
Me miró con ternura y me dijo: “Me acordé del cuadro de la Barca de la Medusa que vimos en arte”.(Se refería al cuadro de Gericault que retrata la trágica historia de los sobrevivientes de un naufragio). “Todos estaban en la misma situación de desesperación. Algunos se dejaban morir, otros sostenían la bandera de la esperanza. Siento que pasé de una situación a otra. Quiero levantar esa bandera”.
“Y lo harás, Clara, ¡lo harás!” Contesté con seguridad.
Nos miramos. Ya no había más nada que decir. Habían pasado como dos horas. Entró su madre. El silencio hiriente volvió a inundar el cuarto. Las despedí.
Volví al estacionamiento. La niña miraba televisión y se reía junto a su padre, ya eran como las 10 de la noche. Los vi felices. Y entonces recordé un postulado de Winnicott. Hace falta una madre/padre suficientemente bueno, como para que un niño crezca sano.
Suficientemente, porque tiene que tener una contención real, la del cuidado que no asfixia pero que sostiene, aún en los peores momentos.
Suficientemente, porque tendrá errores, falencias, dificultades, pero éstas servirán para construir una vida mejor por sí mismos. Como mérito propio.
¿Cuál de los dos (la madre de la clínica o el padre del estacionamiento), cumplirá con la condición de llegar a la categoría de suficientemente?
Sostener a nuestros hijos, dejarlos desarrollarse, apoyar (pero de verdad, con tiempo, con espacio, con vida) en las situaciones difíciles y en los logros es indudablemente el camino. El resto es cartón pintado.