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Autoridad versus autoritarismo

La experiencia de vivir bajo un régimen despótico y arbitrario llevó a muchos padres y maestros a renunciar a su deber de ejercer la autoridad, por temor a ser confundidos con tiranos desalmados. Una dinámica similar lleva a algunos padres, que se sentían abrumados por una educación irrespetuosa y sofocante, a confundir autoridad con arbitrariedad: […]

Autor: UNOi

Fecha: 1 de marzo de 2016

La experiencia de vivir bajo un régimen despótico y arbitrario llevó a muchos padres y maestros a renunciar a su deber de ejercer la autoridad, por temor a ser confundidos con tiranos desalmados. Una dinámica similar lleva a algunos padres, que se sentían abrumados por una educación irrespetuosa y sofocante, a confundir autoridad con arbitrariedad: para diferenciarse de los padres tiranos que tuvieron, se proponen hacer con sus hijos lo contrario a lo que vivieron y renuncian a cualquier forma de autoridad. Son padres que renuncian a todo tipo de control o dirección de los hijos, e intentan una aproximación aparentemente simétrica con ellos: no les dan órdenes o consejos, sólo conjeturas (que los niños pueden aceptar o no): que cuando los hijos llegan a la adolescencia, se camuflajean ellos mismos de adolescentes, acompañando a la pandilla en sus actividades, bebiendo y experimentando drogas junto con ellos. Sin parámetros externos de hasta dónde se puede ir, los jóvenes cada van a ser más atrevidos, poniendo a prueba los propios límites y los de los padres. En esta escalada de desafíos, esos padres permisivos terminan por no mantener su postura, artificialmente abierta y tolerante y, pasan a imponer límites estrictos y arbitrarios, repitiendo a fin de cuentas el enredo que vivieron.

Lo opuesto contrario a una educación represiva e intolerante no es una educación permisiva, sino una orientación segura y coherente, una autoridad firme y confiable. No sirve tratar de convertirse en el padre ideal del niño que el propio padre un día fue: es preciso estar atentos a las necesidades reales del niño de carne y hueso que es ese hijo, que vive en el mundo de hoy, y enfrenta dificultades diferentes a las que sus padres conocieron. Mientras que esos padres dialoguen, en su fantasía, con el fantasma del niño que fueron, dejan de fomentar el vínculo entre ellos y su hijo real y no desarrollan un clima de verdadera intimidad y confianza mutua.

Atrapados entre las diversas teorías y conjeturas, los padres se sienten inseguros y desorientados. Con miedo de cometer errores, muchos se vuelven más intolerantes que sus padres, mientras que otros se vuelven omisos. Las dos posiciones extremas dejan a sus hijos sin protección, a merced de sus propios impulsos, incapaces de formar un código de conducta. Esos padres parecen ignorar que es imposible conquistar la libertad sin conocer los propios límites para, a partir de ahí, aprender a superarlos. Educar con verdaderos límites, claros y no arbitrarios es también educar para el ejercicio pleno de la libertad.

Es una tarea desafiante y rica. Pero es también –y por eso mismo– una tarea difícil y agotadora que requiere perseverancia y coraje. Al igual que cualquier relación amorosa y comprometida, la misión no es para perezosos o distraídos. Mucho menos para cobardes.

Lidia Aratangy, psicóloga, terapeuta de parejas y famílias

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