Por: Pablo Doberti
Sé que les es consustancial lo fantástico, pero se me hace impostada –por ejemplo- esa pasividad corporal propia de la lectura. No puedo representarme su valoración de un objeto tan poco carismático para un niño como un libro.
Encuentro muchas inconsistencias entre la infancia y la lectura.
Digo la lectura, no la narración.
En la infancia, asocio mejor al libro con la condescendencia que con el deseo; es decir, con la sobreadaptación infantil al deseo adulto. Un niño sabe que con un libro en las manos llamará poderosa y positivamente la atención de los adultos. Un niño con un libro se sabe infalible; satisface. Y hay niños a los que les gusta satisfacer. Son los convergentes. Un niño con un libro en las manos es un tiro al piso.
Me gustan más los niños traviesos; los desconcentrados. Los personajes de los libros. Los que no merecen exclamaciones de admiración, ni se los pone de ejemplo. Me resulta más verosímil que un niño quiera oír una historia a que quiera leerla
Eso del libro y de leer no me cuadra con los niños.
Siguiendo la lógica oriental de aproximaciones progresivas y elípticas, yo creo que debemos ir llevando a los niños a la lectura muy de a poco. El libro y la lectura, propiamente, podrán ser el objetivo, pero deberán esperar si a ellos se quiere llegar.
En el lugar del culto al libro, el mito del libro. Meticuloso labrado del enigma de lo que contendrán.
Orillar los libros, cortejarlos, y así ir invistiéndolos de lo que todo objeto deseado debe ser investido: prohibición, deseo de los otros, distancia y dificultad. Sobre la contracara exacta del niño leyendo, ir construyendo al adulto lector. Es decir, al que desea los libros.
Si en cambio insistimos en hacer del libro el objeto obligatorio y convergente, entonces, cada vez habrá menos deseos de lectura.
Porque también en el campo de la promoción de la lectura -que es práctica tan humana y neurótica como otras-, el deseo se construye por alusión, por prohibición, por seducción e inasibilidad.
No obliguemos a leer -que parece obvio-, pero tampoco favorezcamos ni festejemos un encuentro que si no es deseado, no será encuentro. Ya lo enseña el mismo Romeo y Julieta: es conveniente que medie alguna prohibición para que se construya el verdadero amor.