Gracias a un amigo que aún conservo, aprendí a andar en bicicleta alrededor de los nueve años. Recuerdo que corriendo tras de mí, él sostenía el asiento para asegurar mi equilibrio y en determinado momento lo soltaba y gritaba: “vas solo”, lo que de inmediato hacía que yo perdiera la confianza y fuera a dar al suelo o a estrellarme contra un árbol. Cuando por fin dominé el asunto, la sensación de logro, de libertad y de poder, fue incomparable. Quedé hechizado.
La primera respuesta que tuve en casa fue: “ahora no podemos comprarla”. Pero ante la insistencia de mi súplica, que se prolongó por mucho tiempo, mi madre ideó una estrategia. “Si obtienes el primer lugar de tu clase durante tres meses seguidos, te la compro”. Estoy seguro de que no pensaba con esto librarse de adquirirla –confiaba en mi capacidad–, pero quizá le daría tiempo para hacer algunas economías y satisfacer mi anhelo.
En la escuela no me distinguía por ser el primero. Mientras otros se mataban por los dieces yo prefería jugar a la pelota y me conformaba con un lugar decoroso que no me representara un esfuerzo mayor. Pero esta vez las cosas eran diferentes y me apliqué.
Más de un año hubo de pasar desde mis primero pedaleos hasta que finalmente logré tener mi propia bicicleta. Tras las mil recomendaciones que hizo mi madre, me lancé a conquistar las calles; jugar carreras con los amigos; presumir mis habilidades en el parque; sudar en las cuestas para luego bajar a toda velocidad; descubrir recovecos y lugares nuevos. El mundo –o al menos mi barrio–, me pertenecía.
El gusto me duró 22 días. Un muchacho de unos 15 años observó que traía una llanta ponchada y se ofreció a pagar la reparación a cambio que le dejara dar una vuelta. Mi ingenuidad me costó mi tesoro. Mamá recibió la noticia dándome una bofetada: “No te pego porque te la robaran, sino porque me desobedeciste. Te dije que a nadie la prestaras”. La cosa no pasó a más, pero su frustración –ahora lo sé–, debió sin duda ser mayor que la mía.
Nunca volví a tener una bicicleta en mi niñez, ni fui tampoco el primero de la clase, pero algo me dejó la experiencia. Aprendí que podía alcanzar aquello que me propusiera. De la peor manera, supe que no todo el que te tiende la mano es por ayudarte. Y aprendí, sobre todo, a no desoír las recomendaciones de mis mayores.
Hoy mis hijos tienen sus bicicletas y tras ellos saqué la lengua jadeando para que las pudieran controlar y disfrutar, lejos de las pantallas de celulares, viedojuegos y computadoras y televisores. Para ellos va esta historia.
e.s.
________________________________________
Y tú, ¿a qué jugabas cuando eras niño?