Por Dionisia Pappatheodrou
“El hombre que ha empezado a vivir seriamente por dentro, empieza a vivir más sencillamente por fuera.”Ernest Hemingway
La manera en que afrontamos la vida está determinada por nuestra filosofía o sistema de creencias, producto de una mezcla entre lo heredado y nuestras vivencias, fuertemente influenciadas por nuestra cultura, educación y valores. Origen de grandes dificultades, nuestras diferencias filosóficas son también fuente de gran riqueza y oportunidades, nos complementan y ofrecen variadas alternativas para resolver situaciones. Darnos el tiempo de abrirnos a nuevos enfoques y conocer otras culturas es sumamente beneficioso, hoy más que nunca. Cada cultura posee rasgos únicos que le confieren un carácter singular. La cultura oriental, por ejemplo, posee una filosofía de las relaciones y del trabajo totalmente distinta de la nuestra, y ha probado ser sumamente exitosa en aspectos muy concretos, de los cuales podemos siempre aprender si extraemos lo que para nosotros pueda resultar beneficioso.
La educación en oriente coloca ciertos valores por encima de la instrucción. Su modelo de percepción y su enfoque van frecuentemente dirigidos hacia el interior de la persona y se utilizan parábolas, alegorías y aforismos: métodos de enseñanza simbólicos para abordar a este tipo de conocimientos. A través de relatos, el educador incursiona en la mente del pequeño, enseñándole a buscar en su interior y establecer conexiones paralelas: se trata de ayudarle a encontrar el hilo conductor, el mensaje escondido en el relato para conectarlo con la propia experiencia mediante reflexión. Comparto una de estas historias:
Un rey envió a su hijo al templo a estudiar con el Gran Maestro, quien le enseñaría las bases para ser un buen gobernante. Cuando el príncipe llegó al templo, el Maestro lo envió sólo al bosque con la consigna de describir a su regreso todos sus sonidos. Después de un tiempo, el príncipe regresó y el Maestro le pidió que describiera lo que había podido escuchar.
«Maestro», replicó el príncipe, «he podido escuchar el canto de los búhos y los grillos, el susurro de las hojas, el vuelo de los insectos, el toque del pasto, el zumbido de las abejas y el murmullo del viento». Al concluir su relato, el maestro le pidió que regresara nuevamente al bosque a escuchar más allá de lo que ya había escuchado. El príncipe estaba desconcertado.
Día y noche, el joven príncipe permaneció sentado en el bosque, escuchando, pero no percibió sonidos distintos a los que antes había oído. Entonces, una mañana, cuando estaba sentado en silencio bajo los árboles, empezó a discernir ligeros sonidos diferentes de aquellos ya escuchados. Agudizó su oído y los sonidos comenzaron a ser más claros. En ese momento tuvo una sensación de lucidez que lo envolvía. “Estos deben ser los sonidos que el maestro quería que yo escuchara», reflexionó.
Cuando el príncipe regresó al templo, el maestro le preguntó qué más había escuchado. «Maestro», respondió el príncipe reverentemente, «cuando escuché más de cerca, escuché lo no escuchado: el sonido de las flores cuando abren, del sol calentando la tierra, y el sonido del pasto cuando prueba el rocío de la mañana».
El maestro aprobó entonces con la cabeza: «Escuchar lo no escuchado,» remarcó, «es una disciplina necesaria para ser un buen gobernante. Sólo cuando un gobernante ha aprendido a escuchar con atención el corazón de las personas, los sentimientos no comunicados, el dolor no expresado, y las demandas no habladas, puede él esperar inspirar confianza en su gente, entender cuando algo está mal, y comprender las verdaderas necesidades de sus ciudadanos. La caída de los gobiernos sobreviene cuando los líderes sólo escuchan palabras superficiales y no penetran profundamente en el alma de las personas para escuchar sus verdaderas opiniones, sentimientos y deseos».
Me parece que ante un mundo cada vez más revolucionado y sobre-estimulado, difícilmente encontramos fuerza y tiempo para voltear hacia nuestro interior, para reflexionar y encontrarnos. Generalmente nos centramos en lo inmediato, lo superficial, lo obvio… y lo externo. Somos poco empáticos y nos extraviamos en pequeñeces perdiendo de vista lo verdaderamente valioso e importante. Pensamos en lo que vemos, y poco nos detenemos a pensar en todo lo que “no vemos.” Con demasiada frecuencia, eso que no vemos ni escuchamos llega a ser mucho más trascendental.
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La autora es licenciada en docencia de Inglés y máster en administración de instituciones educativas, se ha desempeñado en el ámbito educativo por más de 25 años, en áreas de docencia, desarrollo académico y curricular, y coordinación IB. Ha trabajado como consultora independiente y organizado conferencias de formación para padres con la participación de diversas instituciones educativas, y como columnista en un periódico local, tiene un especial interés por generar aprendizaje organizacional en las instituciones educativas y actualmente es Consultora académica de UNO Internacional para la región de Sinaloa.