Él no lo sabe, pero yo sentí cuando apoyaba su diestra sobre el vientre de mi madre cuando yo todavía estaba ahí. Entonces tampoco sabía yo que esa sensación placentera se repetiría a lo largo de mi vida, acariciando mi mejilla, desenredando mis cabellos o dándome un espaldarazo para enfrentar un reto o una palmada para reconocer un logro.
Con sus manos mi padre arrulló mi sueño, secó mis lágrimas, cambió mis pañales y preparó mis alimentos para luego palmear mi espalda. Con ellas me construyó juguetes, impulsó mi columpio y me lanzó la pelota. Con ellas voló conmigo un papalote y sostuvo la bicicleta para que yo aprendiera a pedalear.
Las usó también para mantenerme a flote en la alberca, levantarme en mis tropiezos y para elevarme sobre sus hombros y permitirme ver el mundo más allá de mi estatura.
Las manos de mi padre guiaron mis letras y números primeros, mis primeros dibujos. Firmó con ellas mis boletas y permisos y escribió cartas entrañables. Sus ademanes me dijeron sin palabras cuándo guardar silencio, cuando proseguir y me señalaron el camino por el que debía transitar.
Hoy quiero, papá, estrechar esas manos que ya no me parecen tan enormes y quizá tampoco tan fuertes, pero que siempre han estado ahí para apoyarme.